Opinión

El presidente legítimo al que arrolló Porfirio Díaz

El vigoroso y triunfador Porfirio Díaz no podía creerlo. Después de acorralar a Sebastián Lerdo, impidiendo su reelección, derrotando a las tropas que había enviado para sofocar la nueva revolución que comandaba el oaxaqueño, resultaba que aparecía alguien que se atrevía a disputarle la presidencia de la República. Era un desatino. ¿Acaso no era evidente quién mandaba, de facto en México?

Díaz

Díaz

Y sin embargo, ahí estaba, a sus 53 años, con una larga vida política a cuestas, que incluía años de cansancio y desvelos: nada menos que don José María Iglesias, presidente de la Suprema Corte de Justicia, que, con las leyes en la mano, le advertía a Díaz: si a alguien le correspondía hacerse cargo de la presidencia, en vista de la rauda escapada del reelecto Sebastián Lerdo, era él.

Desde luego, todo aquel discurso no inquietó a Díaz: era un hecho: él era el nuevo hombre fuerte, y nadie, ni siquiera un bondadoso señor, con fama de buena gente y con la aureola de ser uno de aquellos “inmaculados” que habían compartido con Juárez los años de prueba, llevando el gobierno republicano por las tierras del norte de México, se lo iba a impedir.

EL “LEGALISMO” DE JOSÉ MARÍA IGLESIAS

Como es ya muy sabido, los mecanismos de suplencia de la figura presidencial le dieron muchos dolores de cabeza al país a lo largo del siglo XIX. El primer mecanismo, establecido en los tiempos de Guadalupe Victoria, estipulaba que el presidente era el triunfador de las elecciones, y el vicepresidente, responsable se suplir la ausencia del primer mandatario, el candidato perdedor. Por aquella decisión, los primeros presidentes de México miraron con eterna desconfianza a sus vicepresidentes, y en muchos casos no les faltaba razón, porque era de lo más sencillo pensar en conspirar para hacer a un lado al presidente y aprovechar el mecanismo legalmente instituido.

La Reforma liberal quiso arreglar ese desbarajuste, y fue a partir de la promulgación de la constitución de 1857 que el mecanismo de suplencia se modificó: en ausencia del presidente, por muerte o renuncia, sería el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación quien asumiría el cargo de manera temporal, con la obligación de convocar a elecciones. Ese había sido el procedimiento por el cual Benito Juárez había asumido la presidencia por primera vez, cuando Ignacio Comonfort se dio a sí mismo un golpe de Estado, pensando que tenía todo negociado y amarrado, y se podría ajustar la nueva Constitución para mejorar el margen de maniobra del Ejecutivo. Pero todo había fracasado y el país se sumergió en una guerra civil que duró tres años.

Casi veinte años después, la ambición política de Sebastián Lerdo y sus propósitos de reelegirse, volvieron a poner al país en crisis. De hecho, Lerdo, al vencer a las fuerzas rebeldes de Díaz en la batalla de Icamole -de ahí, y a causa de esa derrota, le vendría a Porfirio el feo apodo de “el llorón de Icamole”- creyó que era cosa de tenacidad y tiempo poder aplacar a los rebeldes y quedarse con la presidencia. Pero, para asombro de él y de Díaz, el presidente de la Suprema Corte hizo escuchar su voz.

Iglesias, en su calidad de presidente del supremo tribunal del país, declaró que la reelección de Lerdo había sido ilegal, y que, en vista de ello, le tocaba a él asumir la presidencia de manera temporal.

¿Qué había detrás de este anuncio? Iglesias argumentó que lo movía el ánimo de hacer respetar las leyes. Por eso, a su reclamo y a quienes lo siguieron, muy pronto la prensa les llamó “legalistas”. El problema es que la coyuntura era la menos indicada para hacer llamados a la observancia de la ley: Porfirio Díaz no quería esperar más, y Lerdo se había empecinado en reelegirse. Parecía que, en esos momentos, eran muy pocos a los que les importaba la normativa vigente en materia de suplencia presidencial.

Lerdo, además, se sintió traicionado: habían compartido muchos años, al lado del presidente Juárez, huyendo hacia el norte, cuando la invasión francesa, llevando consigo al gobierno republicano legítimo. Muchos se habían distanciado de Juárez por diversos desacuerdos, y fuertes diferencias políticas. Lerdo e Iglesias habían permanecido, con lealtad inquebrantable, al lado del presidente oaxaqueño.

Años después, las pasiones políticas los enfrentaban.

LA PERSECUCIÓN PORFIRISTA

Cuando Porfirio Díaz se enteró de que Iglesias recamaba la presidencia, decidió que nada lo detendría. Así, por un lado acorraló a Lerdo, que había abandonado la capital y lo tuvo semi prisionero en Acapulco, hasta que le abrió la puerta del exilio. Con Iglesias hizo algo parecido: hostigó al pequeño grupo que lo apoyaba, a tal grado que el presidente de la Suprema Corte también pensó en que era hora de escapar hacia algún estado que respaldara la posición “legalista”. La tensión tenía extenuado a Iglesias, quien, incluso sufrió algo que llamó un “ataque de erisipela” en la cara y que, probablemente se trataba de algo que hoy llamaríamos dermatitis nerviosa.

El escape de la ciudad fue complicado: era el primer día de octubre de 1876 cuando Iglesias se fue a pasear en carruaje abierto por el Paseo de Bucareli para que todo mundo lo viera. Al oscurecer, se marchó hacia la garita de Belem -en el actual cruce de Avenida Chapultepec y Bucareli- ahí cambió de carruaje, para fugarse hacia Tacubaya y guarecerse en la casa de su amiguísimo Guillermo Prieto, que estaba dispuesto a seguirlo hasta el fin del mundo. Ahí se quedó dos semanas, mirando cómo Porfirio Díaz se iba adueñando del poder. Cuando se dieron cuenta de que la casa de Prieto estaba vigilada, se resolvió escapar a Guanajuato.

Iglesias y un puñado de amigos y uno de sus hijos, se movieron hacia Toluca, y de ahí viajaron a Salamanca. Se le unió un grupo pequeño de leales que creían en la necesidad de defender la ley y sostener a Iglesias en la presidencia.

El grupo siguió huyendo, porque Díaz empezaba a acorralarlos. En Jalisco, el 2 de enero de 1877, Iglesias hizo público un manifiesto, en el que echaba en cara a Porfirio su movimiento ilegal: “Si el general Díaz llegara a dominar la República entera por la fuerza de las armas, sería simplemente un soldado afortunado cuyo imperio, más o menos largo, carecería siempre de solidez, de justicia, de legalidad, atributos que acompañarían en la última desgracia al funcionario designado por la Constitución para ejercer la suprema magistratura de la República”.

Creía Iglesias que todavía podía triunfar: en diciembre, cinco gobernadores, los de Guanajuato, Querétaro, Aguascalientes, Jalisco y San Luis Potosí. Pero dos generales que habían ofrecido pelear por la causa, apellidados Alonso y Tolentino, acabaron por echarse para atrás.

El presidente de la Corte se enteró, ese mismo 2 de enero, de una escaramuza en la que las fuerzas de Porfirio Díaz arrasaron con las escasas tropas de que disponía. La ley había sido derrotada. Lo mejor que podían hacer los “legalistas” era, si apreciaban sus vidas, escapar del país lo más pronto posible.

Salió del país con el que llamaba “su gabinete”. Eran poquísimos. De hecho, el buenazo de Guillermo Prieto era una vez más ministro de Hacienda y al mismo tiempo ministro de Gobernación. Poco a poco se dieron cuenta de la realidad: habían perdido. Bondadoso como era, Iglesias le pidió a los leales que volvieran a casa. No había necesidad de que ellos siguieran huyendo.

Él siguió adelante, acompañado por su hijo y por el fiel Prieto. En su estancia en Nueva York, decidió escribir la historia de aquellos días intensos: así nació “La cuestión presidencial de 1876”, que era testimonio y denuncia, por si algún día alguien quería saber cómo Porfirio se había hecho con la presidencia.

Cuando las cosas se calmaron, Iglesias decidió volver a México. Prieto se había ido un poco antes, cargando montones de hojas con las notas de su viaje estadunidense. El antiguo presidente de la Suprema Corte, que se había atrevido a defender las leyes mexicanas, vivió retirado de la política catorce años más, sin que a Porfirio Díaz se le hubiera despeinado un solo cabello.