La propaganda, las casas encuestadoras y la democracia
El próximo domingo, 2 de junio, habremos de conocer, con base en los resultados del conteo rápido que elaborará el INE después del cierre de las casillas en todo el país, con muy alto margen de precisión, las tendencias y sentido de los resultados de la voluntad ciudadana expresada en las urnas. Con excepción del año 2006, desde el año 2000 las y los mexicanos hemos tenido claridad de quién sería el siguiente presidente de México; y dadas las tendencias marcadas por las encuestas, todo parece indicar que, en este caso, México tendrá por primera vez a una mujer en la primera magistratura del país.
Cada proceso electoral tiene peculiaridades y características que le definen y determinan. Y en los últimos 24 años, se han tenido dos procesos en los que la intervención de los titulares del Ejecutivo Federal ha sido mucho más palpable a lo largo de los mismos: el de Vicente Fox, dicho así por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación; y en el caso actual, en el que el presidente de la República decidió intervenir de distintas maneras en el desarrollo de la disputa por quién habrá de sucederlo en el cargo. Habrá que esperar las resoluciones judiciales para confirmar en qué medida y con qué impacto estas intervenciones pusieron o no en riesgo el juego democrático.
Hasta ahora, las elecciones en México han dependido de las poderosas estructuras de movilización del voto de los partidos políticos; y si bien en todas las democracias hay una deliberada acción de los partidos para que sus simpatizantes y militantes acudan a las urnas, lo cierto es que hay democracias donde las figuras del “acarreo”, “el ratón loco” y otras prácticas detestables de la política nacional, son totalmente desconocidas, por inaceptables y ser contrarias al juego democrático limpio.
A pesar de lo anterior, una de las características que deberá analizarse a partir del 2 de junio, es el impacto del poderoso aparato de propaganda montado por la presente administración, que ha mantenido la popularidad presidencial en niveles muy importantes, a pesar de los mediocres resultados de gobierno y de auténticas catástrofes, como la ocurrida durante la pandemia.
En ese sentido debe entenderse que el aparato propagandístico de la presidencia es mucho más que el ejercicio conocido popularmente como “la mañanera”; en efecto, esa es la fuente primaria de la información o la desinformación, dada la incontable cantidad de mentiras, infundios y afirmaciones sin sustento que ahí se han realizado. Pero además, la estrategia de comunicación del poder presidencial se extiende a redes sociales, a través del pago de espacios publicitarios o servicios informativos a “influencers” a través de los cuales se llega a la “base dura” de los seguidores y simpatizantes del Ejecutivo y de su partido.
Adicionalmente, se encuentra la colonización de varios medios públicos y privados, en los cuales se amplifica y magnifican los mensajes y discurso oficial; pero también una cada vez más extendida presencia de comentaristas abiertamente afines al régimen, en los llamados “medios tradicionales”, cubriendo así el mayor espectro posible de audiencias.
En ese marco, incorporar el debate crítico en torno al papel que tienen las casas encuestadoras en el sistema democrático nacional es fundamental, porque es un hecho que, al menos desde el año 2000, se han convertido en un poderoso instrumento de propaganda y discurso electoral.
La cuestión a debatir debe considerar al menos dos cuestiones. La primera es que, al ser un ejercicio probabilístico, se trata siempre por definición de un instrumento que tiene un error asumido. Frente a ello la cuestión es: ¿cuál es el margen de error tolerable para las casas encuestadoras?
En la respuesta más lineal se dirá que eso es una cuestión entre la empresa y sus clientes; y que no debe haber mayor regulación que la del mercado; sin embargo, al tratarse de instrumentos que pueden incidir en la decisión de las y los electores, no puede aceptarse tal posición y se debe reconocer que es necesaria al menos una estrategia de, quizá, una “certificación de calidad” del órgano electoral, que garantice la seriedad y rigor científico, técnico y operativo de las empresas que se dedican a tal actividad.
La segunda discusión que se debería dar está en el terreno de lo ético; y dado que la democracia es un sistema que debe regirse, entre otras cosas, por profundos procesos de diálogo, consenso, disenso y acuerdos, este debate no debería obviarse.
En ese sentido, los resultados publicados por numerosas casas encuestadoras tienen márgenes de diferencia de dos dígitos, tanto respecto del proceso federal, como de los estatales. Frente al resultado se sabrá cuál estaba más cerca de la realidad; pero lo que no puede admitirse, una vez más, es que se nos dé el trillado argumento de que “no eran un pronóstico”, “que eran fotografías del momento”; “que los encuestados no dijeron la verdad” y una retahíla de pretextos de novatos, que no justifican su presencia pública y cuestionan la seriedad, pero sobre todo, su actuar ético en la democracia, el cual no tiene ninguna sanción ni legal ni reputacional, porque así se han mantenido en las últimas tres décadas.
La democracia enfrenta retos formidables; y para resolverlos, el estudio científico de la opinión pública es fundamental. Por ello requerimos a un mercado donde instituciones públicas y privadas ofrezcan información útil para la toma de decisiones; sí para los gobiernos y las instituciones que participan de la disputa política, pero, sobre todo, para la ciudadanía.
Investigador del PUED-UNAM