Opinión

Reality shows: la fábrica del odio

Debería ser una obviedad: las participaciones de los concursantes de los programas de televisión tipo reality show no son espontáneas. Normalmente se ciñen a un guion, que busca generar en el público emociones que lo mantengan atado a las transmisiones sucesivas. Lo verdaderamente interesante es, como veremos, que la principal emoción a provocar es el odio o desprecio hacia alguno de los participantes.

Reality shows

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Esto nos lleva a preguntarnos si la polarización política vigente en casi todas partes del mundo no ha sido alimentada, a través de los años, por programas de este tipo. Si el mundo entero no está pagando otro tipo de precio por el hambre de rating de parte de productoras y cadenas de TV.

Hay programas de encierro colectivo (como el famoso Big Brother), de concursos de cocina (como las distintas versiones de Master Chef), de sobrevivencia (empezando por aquel Conquistador del Fin del Mundo), de citas (que van desde las versiones de The Bachelor, hasta La Pesera del Amor), de negocios (¿será casual que en una de ellas se hizo famoso Donald Trump), de búsqueda de talento (a veces combinada con la convivencia forzosa, como La Academia), y de otros tipos (vaya, en España hicieron uno de “Quiero ser Monja”). Pero todos tienen guion y algunos elementos en común.

El primer elemento clave es el casting: encontrar participantes con personalidades contrastantes, pero que sean lo suficientemente dúctiles y dóciles como para ir pasando de la persona que son al personaje que el show les exige ser. Aquí la mayoría de los concursantes deben responder a un prototipo: el gandalla, el flojo, la intrigante, la fresa… la idea es que haya una amplia gama de personalidades, aunque sean impostadas. Cuando los participantes son “famosos”, el asunto es más fácil, porque el público ya tiene una idea preconcebida de cada uno de ellos.

El segundo elemento es la eliminación paulatina de concursantes, ya sea entre ellos, por decisión de los jueces o, más comúnmente, por una combinación con votación del público.

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El tercero es la creación de conflictos, porque sin ellos no hay espectáculo. Aquí es donde tienen más peso los guionistas: deben ser capaces de generar una historia, y de saber lo que va a suceder en los siguientes capítulos. Ellos se encargan de “dinamizar la convivencia” y tratar de que las cosas exploten de una manera u otra. La polémica vende.

Y en prácticamente todos los programas hay uno o dos participantes-personajes que están ahí para ser odiados por el público. Tienen una característica que los hace odiosos: son prepotentes, o presumidos, o hipócritas, o tramposos, o excesivamente vulgares, o evidentemente manipuladores. El concursante acepta estar ahí, a pesar de la mala fama que le acarreará, porque lo importante es que hablen de ti, aunque sea mal. Tan es así que luego obtienen distintos tipos de contratos.

En la mayor parte de las temporadas, el personaje odiado permanece en el concurso muchos más capítulos de lo que uno supondría, dada su impopularidad. Si son los jueces o los propios concursantes los que votan, eso sucede por voluntad de los guionistas, que los necesitan ahí porque traen rating; si se trata de votación del público (que pocas veces es directa), los guionistas se las arreglan, a través de la edición, para que la opinión popular se lance contra otro participante.

En distintos análisis de grupos focales, se descubrió que el momento de mayor gozo de parte de los espectadores es cuando, finalmente, el personaje odiado es expulsado del juego. Ese, más que el final, suele ser el momento cumbre del show.

La palabra clave aquí está en alemán: Shadenfreude, la experiencia de placer que da el conocer la derrota o la humillación de otro.

A menos autoestima, más probable que ocurra el Shadenfreude; y es mayor cuando hay más identidad de grupo, rivalidad o sentimientos de enojo hacia la injusticia. “Ya le tocaba sufrir a esta persona mala, diferente a mí”.

Mientras mayor sea el rechazo al personaje odiado, mayor será el rating del programa, a igualdad de las demás circunstancias.

Los grupos focales también dan cuenta de que la persona favorita para quedarse con el título y el premio, es la que toma el papel de víctima, la que más ha sido sujeta del buleo o del desprecio de parte del personaje odiado.

Ahora, si tomamos en cuenta que la política es cada vez menos de proyectos y más de personajes, menos de plaza y más de pantalla (las campañas se vuelven una especie de reality show), puede parecernos menos extraña la llegada de políticos populistas al poder en distintas partes del mundo.

Una de las cosas que tienen en común estos políticos es la creación de figuras prototípicas de malos y buenos, en donde lo importante no son tanto las propuestas, sino darles su merecido a los malos que están o estaban en el poder.

Por eso importan menos los resultados mensurables de un gobierno populista que el gozo, la Schadenfreude, de ver cómo aquellos perdieron el poder, sus reales o supuestos privilegios, y ahora se quejan por todo. “Yo la paso igual de mal o peor, pero los que antes tenían poder ya no lo tienen. Eso me hace feliz”.

En la medida en el que el placer por la derrota ajena sea superior al desagrado por la circunstancia propia (en la medida en que el odio supere a la razón), no importará si un gobierno populista es parcial o totalmente fallido. Si sabe mantener la tensión contra el enemigo interno, tendrá a la Shadenfreude de su lado.

Como lo vio en TV.

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