Opinión

El régimen de la ilegalidad

Por lo menos desde hace dos siglos la figura del dictador ha suscitado intensos debates entre los estudiosos del derecho y la ciencia política, quienes han interpretado su relación con el poder, así como las razones de su aparición, las causas de su degeneración y los motivos que propician su siempre inevitable caída. Cambian los enfoques y las fuentes de investigación, pero se mantiene constante el dato de que el dictador rara vez logra sus propósitos de subvertir permanentemente el orden jurídico y político en las sociedades que busca someter. El hecho de que la figura del dictador se haya originado en la Roma antigua con un carácter temporal y extraordinario, es una demostración categórica de los límites y defectos del gobierno popular, incapaz de mantenerse estable sin derogar con frecuencia sus propios principios y abriendo el camino a la tiranía.

El presidente Andrés López Obrador en su conferencia mañanera desde Palacio Nacional

El presidente Andrés López Obrador en su conferencia mañanera desde Palacio Nacional

Cuartoscuro

Desde entonces, la dictadura se presenta como una forma de gobierno en la que un solo individuo, grupo o partido ejerce un poder absoluto sobre el Estado y la sociedad. La dictadura se caracteriza por reducir –hasta hacerlas desaparecer- las libertades políticas y civiles, por facilitar la represión y la persecución a las oposiciones, por el establecimiento de prácticas orientadas a censurar a los medios de comunicación y por anular en los hechos la división de poderes. En una dictadura, el líder o el grupo en el poder, no se siente con la obligación de responder ante la sociedad ni ante las instituciones autónomas. En cambio, su ambición de poder se basa principalmente en la fuerza militar y en el uso de otros medios coercitivos. En una perspectiva historiográfica, la dictadura puede tener una duración variable y adoptar distintas formas, desde una autocracia militar hasta un gobierno autoritario. Ellas son consideradas antidemocráticas porque violentan los derechos humanos, incluyendo las libertades de expresión, asociación y elección.

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Un Estado es democrático solamente cuando la libertad no puede ser limitada de ningún modo y cuando las leyes representan a los ciudadanos protegiendo con fuerza sus derechos fundamentales. En un sentido amplio, la legalidad se refiere principalmente al momento de formación de las leyes, es decir, al mecanismo y a las formalidades por medio de las cuales se crean las normas, mientras que en un sentido restringido se refiere al momento de la aplicación de las leyes donde todos los ciudadanos son iguales de frente a ellas. Por tales razones es que la manera tan burda y mezquina, autoritaria y golpista, con la que los diputados y senadores oficialistas, procesaron las reformas anheladas por López Obrador representa un golpe a nuestra República y a la legalidad en la que se sustenta. En el México de nuestros días no se respeta la ley, por lo que su régimen político se está transformando en una estructura de la ilegalidad. Ya sea que se considere el proceso de formación de las leyes o de su aplicación, ellas son cotidianamente ignoradas y manipuladas por el poder político.

El gobierno actual impulsa un debilitamiento del sentido de legalidad y de autoridad de la ley. El juicio histórico que habrá de recibir el obradorato, así como sus prácticas de manipulación y engaño, será asimilable al recibido por los bonapartismos, los cesarismos y los fascismos contemporáneos. Su forma de hacer política, muy pronto llevará a México a formar parte de la familia de los estados autoritarios del siglo XXI. Las degeneraciones que proyecta y que van del Estado-aparato al Estado-persona, representan un retroceso en nuestra vida democrática que tarde o temprano pasará su factura. Al final, no solo los alcanzará el juicio de la historia, sino también el de los jueces y tribunales por los delitos cometidos.