Opinión

El reino de la discordia

El problema de la discordia atraviesa como una espada, dura y terrible, la entera historia de la humanidad. El advenimiento de las sociedades totalitarias en el siglo XX no ha cesado de producir preguntas relativas a lo que representa el individuo y la razón. Cuestionamientos que no solo comprometen a nuestro pensamiento del mundo, sino igualmente a nuestro destino como personas, es decir, como seres dotados de entendimiento que tratan de vivir una sociabilidad fundada en la palabra, la persuasión y el diálogo. Tomado en su sentido más obvio y fundamental, la maldad representa un fenómeno antropológico originario. Desde este punto de vista, tiene razón el jurista y filósofo del nazismo Carl Schmitt cuando afirma que el universo político se divide entre amigos y enemigos, y que siempre el enemigo es público y no privado. Aparece así, la clásica dicotomía entre el bien y el mal que resulta muy útil a los gobernantes porque les permite una orientación fácil y una identificación inmediata de los “malos”. Sobre esta polarización es que el régimen construye su legitimidad, delimita su espacio político e inventa a sus enemigos. De aquí el retroceso político que se observa en todos campos de la vida nacional desde que Morena llegó al poder y que ahoga cada vez más a nuestra débil democracia.

Los recurrentes casos de nepotismo y corrupción que caracterizan al actual gobierno, transportan al entero sistema político mexicano a lejanos tiempos de un pasado autoritario. Una clase política comprometida con los requerimientos de un trabajo que nunca es propio e inmersa en ideas que siempre proceden de otros. Un gobierno mediocre que nunca pierde de vista su propia banalidad y que suma a su incompetencia la imposición. Ahora los militares se han convertido en actores políticos relevantes al tiempo que se extingue la presencia ciudadana en los procesos donde se toman las decisiones socialmente significativas. Se deteriora la institucionalidad democrática y la división de poderes, y con ellas el sistema de pesos y contrapesos que es garantía de la convivencia política pacífica. Se observa un grupo gobernante deficiente que asalta a la hacienda nacional para financiar un proyecto político de dudosa utilidad pública.

La discordia representa el contexto donde el conflicto aparece más polarizado y que conduce de la primavera de la esperanza al invierno de la desesperación. Así los partidos y los movimientos que compiten por el poder no parecen orientar su acción a la legitimación de sus propias ideas y programas, sino más bien a la deslegitimación del adversario. El desplazamiento de la competencia política desde el problema de la legitimación hacia su contrario la deslegitimación, representa el denominador común de las muchas variantes del fenómeno populista. Los intelectuales se sienten mucho más cómodos cuando hablan de la injusticia, de la violación de los derechos humanos, de lo que es inmoral y no ético, que cuando hablan de la discordia y la maldad.

Ahora observamos una transición desde la democracia de los partidos hacia una nueva forma política donde hace su aparición el partido de la discordia, en el marco de un pronunciado declive de la cultura política ciudadana. Frente a las malas decisiones de un gobierno que no atiende las múltiples crisis que afectan al país, los ciudadanos estamos obligados a discrepar sobre su actuar ante situaciones de emergencia. Debido a nuestras profundas divergencias en estos asuntos, no se debe olvidar que las instituciones democráticas ofrecen una solución, mediante un sistema de control y equilibrio, para asegurar que ninguna respuesta del gobierno tiene el poder para llevar a la sociedad directamente a la anarquía o a la tiranía.

Foto: Especial

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