Opinión

Ruy Pérez Tamayo (1924 – 2022)

La patología se refiere a una forma de vivir, a los extremos de desorganización de la materia en donde todavía es posible reconocer los fenómenos característicos del proceso que llamamos vida. La patología reúne las muy diversas y distintas variedades de lo anormal dentro de lo vivo, revelando en forma única las potencialidades ocultas de células, tejidos, órganos y otros niveles de organización biológica; es a través de la patología que la casi infinita versatilidad de la materia viva encuentra expresión objetiva. En el Doktor Faustus Thomas Mann expresa con penetración clarividente la idea que ya asoma en su Montaña Mágica, el genio se expresa más en la adversidad, lo mejor que tenemos emerge cuando la salud flaquea. Kafka sin tuberculosis, Van Gogh sin locura, Beethoven sin otoesclerosis o sin cirrosis hepática ¿qué hubiera sido de su genio? ¿No es cierto que el ruiseñor ciego canta mejor? La patología es una oportunidad, un teatro donde se representan obras grotescas, pero todavía vivas, reveladoramente vivas; una tribuna donde la vida dice: También puedo hacer esto……y esto más…”

Nada mejor que el párrafo anterior escrito por Ruy para darle un ejemplo a los amables lectores sobre quien era Pérez Tamayo. Este párrafo extraído de su libro, “Tres variaciones sobre la muerte y otros ensayos biomédicos”, publicado en 1974, mismo año en que recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, a la edad de 50 años. En el primer año de la carrera de medicina leí este párrafo y supe de inmediato que Ruy era un autor a quien no podría dejar de leer por el resto de mi vida, lo cual fue posible gracias a que era un escritor muy activo, con una claridad extraordinaria y publicó más de 60 libros.

Ruy Pérez Tamayo nació en 1924 en Tampico, Tamaulipas. Ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México en 1943, antes de que existiera CU, cuando el recinto era el antiguo palacio de la inquisición en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Se especializó en patología bajo la tutoría del Dr. Isaac Costero, de los grandes médicos que nos trajo el refugio de españoles al final de los años 30s. Después realizó estudios posdoctorales en la Universidad de Washington en San Luis Missouri. Regresó a México en 1952 y fundó la Unidad de Patología del Hospital General de México, la cual dirigió hasta 1967. Fue investigador del Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM de 1967 a 1973 y después, jefe del Departamento de Patología del Instituto Nacional de Nutrición de 1973 a 1984. El resto de su vida fue Profesor de la Facultad de Medicina de la UNAM en la Unidad de Investigación Experimental del Hospital General de México. Fue miembro del Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua.

Ruy Pérez Tamayo era un hombre universal, de una cultura y memoria envidiable. Parecía no solo que había leído todos los libros que existen, sino que los había memorizado. Médico, patólogo, investigador científico, cuestionador incansable. Fue un personaje fundamental en la historia de la UNAM y en la ciencia médica mexicana. Su labor como divulgador de la ciencia fue extraordinaria. Muchos de los que nos dedicamos a la investigación científica se lo debemos en parte a él. Sus múltiples escritos y libros al respecto nos acercaron a un quehacer poco reconocido en un país en donde solo los que tienen los grandes puestos sobresalen. Ruy logró mantenerse siempre alejado de eso y, sin embargo, sobresalir por encima de todos.

Mi primer contacto con él fue como estudiante de medicina. Lo veía en los pasillos de Nutrición con su bata blanca, su porte elegante y siempre con una revista bajo el brazo. Lo veía pasar como si fuera flotando. La primera vez que lo escuché dar una plática, que fue sobre la patología del riñón trasplantado (circa 1981), me cautivó por completo, era un expositor extraordinario. Durante el internado de pregrado, me acerqué a él para solicitarle ser su pasante de servicio social durante 1984 en el Instituto Nacional de Nutrición, a lo cual accedió y esperé con emoción ese primero de febrero, para encontrarme con que el día anterior había dejado de trabajar en el Instituto. No obstante, en los siguientes años tuve la fortuna de desarrollar muy buena relación con él y obtener de primera mano decenas de consejos. Nos encontrábamos los sábados por la noche en los conciertos de la OFUNAM en la Sala Nezahualcóyotl. Siempre se sentaba en el mismo lugar, como si fuera reservado para él. En una ocasión que tocaron la segunda sinfonía de Mahler (mi sinfonía favorita), al terminar el concierto mi linda esposa y yo nos lo llevamos a cenar a mi casa. Son de esas ocasiones que para él seguramente fue una cena más, mientras que para mí fue un suceso memorable. La última vez que lo vi antes de que se fuera a vivir a Ensenada, platicamos largo rato sobre algunos planes que teníamos para mí en el futuro.

La ciencia médica mexicana de hoy sería impensable sin Ruy. Gracias a su influencia, muchos médicos mexicanos saltamos la barrera de conformarnos con el consumo de conceptos y datos en los libros de texto, a preguntarnos el por qué de las cosas, a querer entender los mecanismos de enfermedad hasta sus últimas consecuencias, a conocer las bases científicas que fundamentan los conceptos y a decidirnos ser parte de la comunidad de seres humanos que han dedicado su esfuerzo a la generación del conocimiento. No creo exagerar al decir que Ruy atrajo más médicos a la investigación científica que cualquier otro profesor universitario.

Cuando yo era estudiante de medicina y Ruy tenía la edad que yo tengo ahora, había uno de esos álbumes de colección sobre historia de México, de los que las estampas venían en las bolsas del pan de caja. En la sección del siglo XX, junto con los presidentes de México, los héroes de la Revolución Mexicana y otros personajes, venía la estampa de Ruy Pérez Tamayo. Así de grande era Ruy.

Foto: Especial

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