Opinión

Tejido descompuesto

La semana pasada, México vivió varios actos en los que el crimen organizado mostró su poderío. En algunos casos se trató de acciones violentas, que generan muertes entre el personal de seguridad y los civiles. Esas, desgraciadamente, las estamos normalizando. Pero es más grave lo sucedido con la toma de Chilpancingo de parte de pobladores que obedecen a las consignas de los criminales, porque nos habla de una profunda descomposición del tejido social.

Manifestantes tomaron un vehículo de la policía estatal en Chilpancingo, Guerrero

Manifestantes tomaron un vehículo de la policía estatal en Chilpancingo, Guerrero

EFE

Sin embargo, esa descomposición –la creación de base social a las órdenes de las bandas delincuenciales– no nació de la nada, ni se trata de un suceso repentino. Es producto de una combinación de factores, acumulada a lo largo de los años.

¿Cómo es que un cártel, y no uno de los importantes, logra movilizar masivamente a comunidades enteras? ¿Cómo es capaz de hacer que marchen codo con codo pobladores de pueblos vecinos que estuvieron peleados a muerte durante muchos años? ¿Cómo le hace para que sean capaces de tomar impunemente las principales instalaciones públicas del estado, y luego salir con promesas de parte del gobierno?

La respuesta no es sencilla, pero se deben abordar con seriedad algunas de las causas probables.

En primer lugar, esas comunidades han sufrido durante décadas el abandono de parte del Estado mexicano. Escasa infraestructura pública, malos servicios de salud y educación, pocas oportunidades para salir adelante. Presencia de las autoridades de seguridad sólo por periodos; principalmente para evitar erupciones de violencia colectiva y, sólo como subproducto. para prevenir la criminalidad común. Y eso que no se trata de las comunidades más olvidadas de Guerrero.

Por otra parte, y como resultado de una larga tradición de dependencia política, se trata de comunidades en las que suele haber algún tipo de cacicazgo, o de “liderazgo social determinante” para usar un eufemismo. Hace dos décadas escribí, analizando las elecciones en Guerrero, acerca del “Efecto Quechultenango”, para intentar explicar por qué fallan las encuestas. Sucede que, en ese tipo de comunidades, las preferencias electorales son unas antes de que venga la consigna de por quién votar, y otras después de que llegó la consigna de parte del “líder social”. Así, lo que aparentemente era una división del voto en mitades, acaba siendo una ventaja de 40 puntos porcentuales para el candidato elegido por el “liderazgo social”.

En otras palabras, salvo excepciones individuales (precisamente excepcionales porque individuales), las comunidades suelen moverse colectivamente, y no suelen hacerlo mediante la discusión colectiva, sino siguiendo a algún dirigente.

La pregunta, entonces, es cómo los criminales se convierten en dirigentes sociales. Una primera respuesta es por el miedo que son capaces de generar. Pero es una respuesta incompleta. También lo logran mediante su capacidad para generar diversos tipos de satisfactores materiales, que pueden ser personales o sociales. Si la gente siente que se beneficia más con ellos que con el Estado, los seguirá. (Habría que agregar que a veces hay que hacer la pregunta al revés: ¿cómo es que los dirigentes sociales se convierten en criminales?).

La zona de donde provienen los pobladores que tomaron Chilpancingo por un par de días vive una suerte de auge económico desde que en la sierra colindante se sustituyó la mariguana por la amapola, que es mucho más redituable. La economía ilegal ha tenido un efecto expansivo y redistributivo en la región. Hay mejores casas, mejores caminos, más empleos (y no todos ligados directamente con las actividades ilícitas: es el efecto del crecimiento de la demanda efectiva). También hay más violencia, pero al parecer es un precio que, en la cultura de la supervivencia por encima de los valores, hay mucha gente dispuesta a pagar.

Si a la poca presencia del Estado, la tradición caciquil y los beneficios materiales de la presencia del crimen organizado, le sumamos la conciencia de que hay impunidad, entonces el coctel está servido y los Ardillos son los que mandan, y ya no las autoridades legalmente constituidas.

Subrayo que el problema de fondo está en que el valor adalid es el de la supervivencia, el de estar mejor económicamente, por encima del respeto a la legalidad, la conciencia que pueda haber de los efectos nocivos del narcotráfico en la sociedad o, incluso, del hecho de que las comunidades se pueden meter en un callejón sin salida. Esos valores, tal vez de manera inconsciente, se están transmitiendo de generación en generación.

El presidente López Obrador, ante los sucesos de Chilpancingo, soltó -extrañado, al parecer- el dato de que Guerrero es el estado en donde más ayudas sociales se reparten. Eso es prueba de que su creencia de que con estos apoyos bajaría la capacidad de cooptación del crimen organizado está totalmente equivocada.

Los apoyos sociales que da el gobierno, en el mejor de los casos –es decir, en el supuesto de que lleguen a gente muy necesitada–, para lo que sirven es para que la pobreza sea un poco más llevadera. Pero no sacan de la pobreza. Y lo que quiere casi toda la gente no es ser un “pobre digno”, sino salir de la pobreza. Y, dependiendo de las circunstancias económicas, sociales y culturales, puede ser capaz de vender su alma al diablo en ese afán.

Es seguro que esas comunidades guerrerenses no son las únicas que han decidido vender su alma. Las hay en varias partes del país, en donde el crimen se ha convertido en un Estado contrapuesto al Estado. Recuperarlas va a costar tiempo, muchos años. Y evitar que proliferen debería ser una prioridad urgente, de un interés nacional que va mucho más de las miopes coyunturas electorales.

Lee también

fabaez@gmail.com

www.panchobaez.blogspot.com

Twitter: @franciscobaezr