Opinión

Toda la culpa es de ella

Ítalo Calvino afirmó que toda lectura de un clásico es en realidad un relectura. Si a una obra clásica la define el temperamento universal que la hace susceptible a ser reinterpretada a través del tiempo, es posible afirmar entonces que la pieza teatral “Toda la culpa es de ella”, escrita por el dramaturgo bieloruso Andrei Ivanov, es una relectura transmedial de la madre de todas las tragedias: el Edipo de Sófocles. Edipo y Yocasta versión 2.0.

Una tragedia –la escrita por Ivanov– con regusto amargo a comedia de enredos, una pieza teatral no menos que un ensayo dramatizado sobre la semiótica de los desencuentros familiares, una crítica atroz al gran oráculo de Delfos en la era digital que son las redes sociales. Una tragedia antigua y al mismo tiempo rabiosamente contemporánea: la realidad que se mide en megabytes, la condición humana pasada por el filtro de un modem.

La adaptación mexicana de esta obra, dirigida por Gabriela Ochoa, se presenta en estos días en la Ciudad de México como parte de la nueva edición de “Dramafest”, el festival de nuevas dramaturgias que dirigen Aurora Cano y Nicolás Alvarado.

Asistí a su presentación en la explanada del Centro Cultural Universitario de la UNAM. El espacio abierto que preside la espiga monumental de Rufino Tamayo: esa gran antena mexicana que nos recuerda que, desde ahí, estamos culturalmente conectados con el resto del mundo.

Dos enormes burbujas de plástico, infladas al arranque de la obra, nos ponen de golpe ante la expectativa de una experiencia escénica alternativa: se trata de dos pequeños mundos separados, dos pedestales actorales magistralmente iluminados y sonorizados que refuerzan en la escena la condición de soledad y aislamiento existencial de los dos protagonistas. Cada uno de los actores ocupa su propia burbuja, que no es “sutil, ingrávida y gentil” –como reza el poema famoso de Antonio Machado– sino densa, oscura y tenebrosa.

No importa que desde estos dos globos escenográficos los protagonistas se comuniquen –por teléfono, o por internet– entre ellos mismos o con los otros. Estamos en realidad ante la metáfora escenográfica perfecta de otro “archipiélago de soledades”, como describió Xavier Villaurrutia a la generación de los Contemporáneos.

Son los protagonistas de la obra anacoretas de dos mundos abismalmente separados: una madre que recién enviudó y su hijo adolescente. Ambos representan la eterna disputa entre la autoridad canónica de la crianza y las hormonas en rebelión de quien se despidió de la infancia. La confrontación agreste entre la maternidad, no menos devota que insensible, y la adolescencia, siempre insumisa y desafiante. Ambos, también, se ensimisman en el duelo por el padre ausente.

Ocupan Tania –la madre viuda– y Kostia –el hijo adolescente– el mínimo espacio de un departamento. En la trama asistimos a dos monólogos derivados de un diálogo imposible: hay una frontera tecnológica, emocional y generacional entre sus dos protagonistas. Cada uno le cuenta su versión de las disputas domésticas a un tercero indefinido, en realidad hablan para sí mismos: son ambos los interlocutores de sus propias soledades. Onanismo verbal, pericos parlanchines frente al espejo.

La estrategia que concibe la madre para acercarse al hijo –refundido en su habitación– nos va acercando, sin que lo advirtamos, de la comedia a los territorios fatales de la tragedia: Tania, que teme por la posible homosexualidad de Kostia, se inventa a un personaje femenino en una plataforma de encuentros en línea y de esta forma seduce al Edipo que refunfuña en la otra habitación. La comedia y luego la tragedia: al revés del dictum famoso de Carlos Marx en el 18 Brumario.

Los diálogos entre el hijo y la amiga falsa se trasladan de la burbuja a las pantallas de sus computadoras, proyectadas al fondo de la escena sobre la fachada del MUAC, un recurso escénico original y sorprendente. No conversan, “chatean” y salpican de emoticones su acercamiento. Gracias a las nuevas aplicaciones ambos pueden conocerse al resguardo de avatares animados, como si se tratara de dos personajes sacados de un animé japonés.

¿Toda la culpa es de la madre, como se infiere por el título de la obra? El espectador ya puede ir repartiéndolas: también lo es de la soledad urbana; de la paradoja que se presenta entre un mundo hiperconectado y al mismo tiempo profundamente incomunicado; de la adolescencia y sus impulsos abismales; de la maternidad y sus desgobiernos; del lenguaje empobrecido por esos rivales gráficos que adelgazan a las palabras a dieta de emoticones; o de las plataformas digitales, esa Fuente Ovejuna de la que todos participamos y que, al final, a todos nos hace culpables.

La obra se presentará este fin de semana en el CENART y el próximo en el Centro Cultural del Bosque del INBA. Vale la pena consultar la cartelera y asistir. 

Foto: Especial

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