Opinión

Ultrajes a la sociedad

Asegurar que el Derecho Penal que conocemos hoy, no es el mismo que se conoció hace siglos, no es para nada el descubrimiento del fuego o la invención de la rueda. En pleno siglo XXI, sin embargo, ya con un discurso político, nacional e internacional, mucho más construido y uniforme, tendiente a reconocer como premisa fundamental a la persona y la dignidad humana de que invariablemente está acompañada, más el fuerte empuje de una sociedad civil informada y consciente de su condición protagónica como titular de un cúmulo muy significativo de derechos, lo que quizás sí resulte sorprendente es que hayan aún casos en donde los derechos humanos y el derecho penal son tratados o concebidos erróneamente, como un estorbo los primeros y como un jugoso premio el segundo

Nada en este mundo, por lo menos no lo que nos hemos dado como humanidad, es malo o bueno en sí mismo, sino que su esencia depende de la aplicación, racional o desmedida, bienintencionada o siniestra, dolosa o accidental, que las personas le damos. De antaño, el Derecho Penal, como fruto de la ideación humana, fue puesto al servicio de monarcas y hombres potentados quienes, cual reina de corazones de Carroll, disfrutaron de una poderosa herramienta para hacer cumplir sus frívolos deseos, con vanas acusaciones, pruebas ridículas -en el mejor de los casos- y disponiendo de un abanico de inhumanas penas contra sus súbditos, pueblo al que supuestamente debían servir y cuyos intereses colectivos salvaguardar.

El transcurrir de los años, la evolución de las ideas penales y la transformación de las sociedades nos han permitido entender que el Derecho Penal y el Estado mismo no son, y de ninguna manera y bajo ninguna justificación lo serán jamás, un fin en sí mismos, sino que el lugar que de siempre les ha debido corresponder es el de un complejo instrumento para la satisfacción de las necesidades del individuo.

A pesar de ello, como el Derecho Penal ha sido pervertido dependiendo de las manos en que ha sido colocado, la experiencia vital de sangre, sudor y lágrimas demostró la necesidad del establecimiento de límites y fronteras autoimpuestas por el propio poder público para “garantizar” que ni el de ellos, ni nuevos regímenes, propiciaran abusos desde posiciones de privilegio contra la sociedad plural, diversa y pensante.

Siendo como es, que a través de las normas penales puede -legamente- restringirse el disfrute o ejercicio de derechos de primera importancia para la persona, es igualmente relevante que tal restricción ocurra estrictamente cuando el comportamiento a sancionar sea el que la norma penal prevé. ¿Cuál es el primer paso que debe seguir el Estado para asegurarse de que sus gobernados se abstengan de cometer delitos? El más elemental es que lo que se prohíbe u ordena sea entendido por los destinatarios, es decir, que el contenido de la norma sea claro y preciso.

Entre otras, por esta razón, en el Código Penal para el Distrito Federal, se derogó el artículo 287 que contenía un primitivo tipo penal de ultrajes a la autoridad, porque en el atinado criterio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, nunca quedó clara la subjetiva idea que conllevaba el verbo “ultrajar”. En otra entidad federativa, con timoneles a quienes parecen no encantarle los derechos humanos, ni los principios sobre los que se sostiene el Derecho penal democrático, subsiste un tipo penal de ultrajes cuando, con motivo de sus funciones, la autoridad sea agredida. Aporte usted una definición de lo que debe entenderse por agresión, porque en el Código Penal para el Estado Libre y Soberano de Veracruz, no la encontrará. Menudo cajón de sastre. Cuando la pretensión de reprimir se “funda” en la incomodidad que a los gobernantes causan sus adversarios o enemigos, tal represión es en realidad el reflejo fiel del espíritu despótico de quien la ordena.

Foto: Especial

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