Opinión

Las Veladas Literarias: renacimiento y reconciliación en la república de las letras

Se terminaba 1867. No sin cuestionamientos y polémicas, gobernaba nuevamente Benito Juárez. La escena política no respondía a las ambiciones de la nueva generación, que se había ganado en la guerra su derecho a exigir su cuota de poder. La vocación por las letras y el desencanto político hicieron una combinación más que propicia para que los escritores mexicanos volvieran por sus fueros.

No le había alcanzado a Porfirio Díaz el capital político labrado en aquellos años de guerra para disputarle, con ventaja, la presidencia de la república a don Benito. Al sentimiento de derrota lo acompañaban mil desastres personales. Uno de esos dramas individuales era el de Ignacio Manuel Altamirano. Con sus sueldos atrasados de coronel de caballería –nada menos que mil pesos- había fundado un periódico, El Correo de México, que abiertamente impulsaba la candidatura de Díaz.

Tanto le había invertido Altamirano a ese proyecto político, que había viajado por el país haciendo proselitismo para Porfirio; tanto esfuerzo había realizado, que Juárez, públicamente, lo reconocía como uno de los líderes de la oposición.

Pero habían perdido. Y porque habían perdido, ese fin de año se veía gris, incierto, sin esperanzas.

Ni Porfirio Díaz era presidente, ni Nacho Altamirano era diputado por Oaxaca, y otros, como Ignacio Ramírez, El Nigromante o Vicente Riva Palacio, veían cómo sus expectativas se desvanecían, tanto porque no habría los espacios políticos que ambicionaban como porque las críticas contra Juárez no habían bastado para arrebatarle el poder.

Altamirano estaba especialmente deprimido. Sin trabajo no estaba, porque había resultado electo, por voto popular, fiscal de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero no era lo que quería. Su decepción llegó hasta Porfirio Díaz, quien declaró: “me sorprende mucho el sentimiento de Nacho… en la lista electoral estábamos los amigos obligados a combatir con eficacia y no precisamente a triunfar…” El juego de la política, con sus ires y venires, con sus ascensos y caídas, no le acababa de gustar a Altamirano. “El periódico que yo sostenía como un paladín de la oposición va a morir mañana, porque ya no tengo manera de sostenerlo…”, le reprochó por carta a Porfirio, quien ya tenía bastante con su propia derrota. Habría que esperar mejores tiempos políticos.

Pero en Altamirano y en tantos otros que habían puesto su grano de arena en la defensa de la República alentaba algo más que la ambición política: la vocación literaria. Volver a escribir, retomar aquel viejo anhelo de la Academia de Letrán y escribir de temas mexicanos, sin calcar las obsesiones europeas. Crear y escribir sin “contaminarse” de política, ese era el sueño de Altamirano. Tardaría años en darse cuenta de que, en la generación de la Reforma y la suya propia, tal aspiración era simplemente imposible.

Pero su trabajo literario allí estaba: docenas de páginas con poesías y reflexiones; páginas escritas en ratos robados a la resistencia republicana. Y como Altamirano, estaban todos. Poco a poco regresaban a México, a rehacerse la vida, a buscar en dónde escribir y cómo ganarse el sustento. Traían no unas cuantas, ¡cientos de páginas! donde estaban sus nostalgias, sus soledades, sus amores distantes, sus muertos y su amor a la patria. Todo eso era un potencial formidable, indispensable para arrancar otro aspecto de la reconstrucción de la patria liberal: la vida cultural y literaria de la que todos ellos eran protagonistas.

NACEN LAS VELADAS LITERARIAS

La educación, las letras y la cultura ganaron relevancia en aquellos meses finales de 1867. Mientras el gobierno juarista se preparaba para anunciar la creación de la Escuela Nacional Preparatoria, en dimensiones más modestas, pero no menos importantes, se preparaban tertulias en las que todos los escritores interesados podrían compartir sus trabajos recientes. No importaban ideologías, no importaban ocupaciones. El lema era simple: “orden y cordialidad”. Se trataba de reconstruir, no de solventar rencores añejos.

Así, la voz corrió: se trataba de hacer reuniones al modo de la vieja Academia de Letrán; aquella agrupación, que fue la gran sociedad intelectual treinta años atrás, y de donde habían debutado, siendo unos muchachos, Guillermo Prieto y el Nigromante. Allí, en esas nuevas reuniones se leerían los trabajos, se ejercería la crítica amistosa pero rigurosa y se daría acogida a los jóvenes talentos del país.

Se acababa noviembre cuando en la casa de Luis Gonzaga Ortiz se armó la primera reunión: los asistentes podrían escuchar al español Enrique de Olavarría y Ferrari leer su comedia Los misioneros de amor. Altamirano, entusiasmado, conversó con Ortiz y con otro colega, José Tomás de Cuéllar: había que repetir la tertulia.

Y así ocurrió. Aprovechando que Guillermo Prieto, convencido por fin de que Juárez no iba a meterlo a la cárcel, acababa de regresar a la capital mexicana, Altamirano convocó a una reunión de bienvenida que se efectuó el 4 de diciembre de 1867. Los asistentes estaban encantados. Era “un saloncito bello y confortable, donde no se veía el lujo del magnate, sino la bella sencillez del hombre de genio y de talento”, recordaría después Luis G. Ortiz. Empezaban lo que se llamarían las Veladas Literarias.

Prieto leyó algunos poemas. Después, Cuéllar leyó “Los Árboles”. El doctor Manuel Peredo presentó sus textos sobre Horacio y sobre Mecenas. Nacho Altamirano ofreció sus versos sobre el caudaloso río Atoyac, alma de su Guerrero natal. Hubo improvisaciones de Lorenzo Elízaga y de Olavarría. Se tocó el piano y se contaron chistes y cuentos. En suma, una reunión de amigos, satisfactoria para todos.

Y entonces, aquel diciembre que parecía de entera derrota, empezó a volverse luminoso.

¡TODOS A LA TERTULIA!

Viejos y jóvenes, liberales rojos, extremistas, pero también sus colegas moderados; periodistas, generales y coroneles, muchachitos que apenas soñaban con ser escritores, constituyeron la asistencia a aquellas veladas. No importaban las ideas políticas, no era un club liberal. Estuvieron allí escritores conservadores como José María Roa Bárcena o el sacerdote Ignacio Montes de Oca; se integró Manuel Payno, y nadie tuvo la descortesía de recordar que apenas seis años antes, el diputado Altamirano había exigido en la tribuna la cabeza del autor de El Fistol del Diablo, por andar conciliando con los conservadores.

Altamirano convenció a su maestro querido, El Nigromante, de que compartiera su poesía, y el luciferino Ramírez respondió con un poema satírico, su “Invocación a la Musa”. Pedro Santacilia, el yerno de Juárez, también llevó su trabajo poético y crítico, y aunque algunos de los caricaturistas y escritores que también asistían a las reuniones lo traían de encargo, dibujándolo como un lorito con levita que llamaba “papá” al presidente, fue bien recibido y bien tratado.

Así pasaron aquel fin de año de hace 155 años. Algunas veces, las reuniones se llevaron a cabo en sedes modestas, donde se servía pan blanco, manzanilla, té y limones, Otras, en casas donde hubo champaña y bocados de la cocina francesa, como en los hogares de Vicente Riva Palacio o el abogado Rafael Martínez de la Torre, liberal que había defendido a Maximiliano. La gana de reconciliación, el deseo de desafanarse un poco de la densa tormenta política que habían soportado a mediados de año, y el afán creativo, dominaron tanto en los salones humildes como en las mansiones lujosas. Hasta Porfirio Díaz se sumó, en alguna ocasión, a la concurrencia de las veladas que muy pronto se hicieron famosas, pues esos mismos poetas y narradores eran diputados, militares o funcionarios públicos, que por unas horas dejaban su misión de hombres públicos para responder al llamado de las musas.

En esas reuniones, que en total sumaron una docena, se aplaudió al joven Justo Sierra, que presentó un poemita, “Playera”; se escucharon con atención los primeros capítulos de “Calvario y Tabor”, novela de Vicente Riva Palacio. Los nombres de jóvenes talentosos, como José Peón Contreras y Gonzalo Esteva. Un chamaquito de quince años, que respondía por Juan de Dios Peza, recordaría en su madurez cómo fue recibido con cariños, frases amables y consejos cordiales provenientes del usualmente severo Nigromante.

“Ahora sí, hijo mío”, le dijo Altamirano al chamaquito Peza: “a estudiar mucho y a escribir sin miedo. Ha renacido la literatura y hay que cantar a la patria libre y unida”. Tenía razón el buen Nacho. Aunque las Veladas se terminaron en abril de 1868, dejaron una huella profunda. Se editaron algunos cuadernos con los trabajos que allí se habían leído. Tal era el resultado de lo que, en el prólogo de uno de aquellos impresos, llamaron “una fiesta de familia en la que los poetas se estrechan como hermanos”.

Amable diciembre fue aquel de hace 155 años, cuando, por unas horas, hombres talentosos soñaron con un país en el que las bellas letras eran también elemento imprescindible del crecimiento nacional, y juntos, superando las diferencias ideológicas, podían imaginar que todos los obstáculos para reconstruir a la Nación, eran salvables.

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