Opinión

La ventana de la corrupción

“La corrupción de los gobiernos comienza casi
siempre por la de sus normas y principios”
                                                                        Montesquieu

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A veces la mejor forma de ocultar algo es poniéndolo a la vista de todos. Así me parece que ocurre con eso que llamamos servicio público. Hablamos de él, lo criticamos, lo solicitamos, lo necesitamos, lo usamos, tratamos con las personas que lo prestan, pero pocas veces nos detenemos a pensar en su naturaleza o razón de ser, precisamente porque tenemos acceso a ellos. Como con tantas otras cuestiones en la vida, no advertimos su importancia sino hasta que nos hacen falta.

Que llegue energía eléctrica y agua potable a nuestras casas, contar con drenaje, seguridad pública, alumbrado, pavimentado, con escuelas y universidades, transporte público, recolección de basura, son solo algunos de miles de ejemplos útiles para identificar la importancia de los servicios públicos en nuestras vidas.

Pero la prestación de tales servicios no es obra del espíritu santo, no son fruto de la generación espontánea ni tampoco resultado de la generosidad de las personas que ocupan encargos públicos. ¡No! Los servidores públicos estamos para servir a la sociedad y punto. Hace una semana decíamos que los cargos públicos no son propiedad de nadie, sino que tantos los encargos como quienes los ejercemos, somos un vehículo para la consecución de un fin: servir.

Entonces, si la corrupción es la desnaturalización de las cosas, la perversión de su esencia o fin, entonces el servicio público se corrompe cuando no hay una necesidad específica que atender o, cuando habiéndola, se desatiende.

¿Para qué queremos al gobierno -no me refiero a uno en particular, sino a cualquiera, en cualquier momento- si no como la solución a nuestros problemas? La existencia de dependencias públicas, los recursos que en su operación se invierten año tras año, se justifica por la sencilla razón de que cada una de esas dependencias tiene como origen y fin en sí mismo la satisfacción de una necesidad o un área de oportunidad social.

Desde luego, tales instituciones no se conducen con piloto automático, funcionan a través de personas a las que denominamos servidores públicos; tales sujetos, como integrantes de una institución de servicio público, están llamados al cumplimiento de ese deber público institucional. Pobre institución la integrada por individuos individualistas que se sirvan del encargo y no que sirvan en él. Desafortunadas personas quienes caigan en manos del individualismo incrustado en el servicio, sitio en el que es inadmisible.

La administración pública se pervierte tan pronto como olvida y deja de cumplir con la misión institucional para la que fue concebida y la primera ventana de oportunidad para que ello ocurra es el desconocimiento de la función social que debe desempeñarse y, segundo, que quienes concurran a tales posiciones lo hagan por cualquier razón, menos por la vocación de ejercer un servicio social.

Esa ventana que hace propicia la corrupción es como todas las que conocemos. Permite ver hacia afuera pero también hacia adentro, y ahí radica su utilidad para identificar prácticas corruptas, denunciarlas y acabar con ellas ¿cómo? Primero teniendo presente esto que ahora comparto con ustedes y, segundo que, aunque es cierto que el servidor debe saber cuál es el servicio que debe dispensar, en la misma proporción, la ciudadanía informada, usuaria de los servicios públicos, funge como factor indispensable en la ecuación, pues su participación activa, sus demandas y la exigencia de cobertura de sus necesidades opera, sin saberlo, como estímulo para la mejora continua del servicio y, al mismo tiempo, como monitores ciudadanos del cumplimiento del fin y objeto de las instituciones públicas, justificando así su existencia o condenándola a su extinción por carecer de razón de ser.