Opinión

“Virilidad” de la literatura mexicana

El 25 de diciembre de 1924 Francisco Monterde (1894-1985) publicó un artículo en el periódico El Universal cuyo título era a su vez una afirmación: “Existe una literatura mexicana viril”. La virilidad a la que aludía el escritor y crítico mexicano la proponía en oposición al creciente “afeminamiento en la literatura mexicana” que cuatro días antes había denunciado en un artículo en el mismo diario el también escritor y erudito Julio Jiménez Rueda (1896-1960).

Libros mexicanos

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Se trata de dos diatribas en aparente oposición, formuladas ambas desde el más acendrado, atávico y homofóbico machismo. Dos viejas perlas en el aún más viejo mar de la violencia de género y de la exclusión androcéntrica y patriarcal, que en nuestros días simplemente resultarían insostenibles, zafias y grotescas.

Siendo Monterde un hombre profundamente ilustrado, estudioso de la historia y la literatura de México, prolífico en su obra, generoso y amigable con la mayoría de sus colegas, una figura central de nuestro paisaje intelectual del siglo XX que por 25 años presidió la Academia Mexicana de la Lengua, en oposición a la tesis de Jiménez Rueda proponía como ejemplo de “virilidad”, es decir, de fuerza, personalidad creativa y enjundia literaria digna de las más valerosas y masculinas letras nacionales, al ex médico militar Mariano Azuela, y su novela Los de Abajo.

Señala Monterde en el arranque de su texto: “al leer (…) el artículo de (…) Jiménez Rueda (…) supuse que algún otro escritor mexicano haría una refutación, necesaria para dejar en claro nuestra dignidad”, y agrega; “estoy de acuerdo con él en que faltan literatos de renombre; pero esto se debe, principalmente, a la falta paralela de críticos”.

Sostiene entonces que “por (la) falta de críticos el público de México no lee obras mexicanas; prefiere comprar extranjeras”, y propone: “Haciendo caso omiso de los poetas de calidad –no afeminados– que abundan y gozan de amplio prestigio fuera de su patria, podría señalar entre los novelistas apenas conocidos (…) a Mariano Azuela. Quien busque el reflejo fiel de la hoguera de nuestras últimas revoluciones tiene que acudir a sus páginas”.

Continua Monterde: “en la última parte de su artículo asegura Jiménez Rueda que «hasta el tipo de hombre que piensa ha degenerado». No seamos pesimistas: el tipo intelectual, entre nosotros, siempre ha sido de corta estatura. (…) Es natural que el hombre que hace una vida de sacrificio –como es la del literato en nuestras latitudes, sin reposo en la montaña ni largos veraneos–, el hombre que vive respirando el aire pobre de las bibliotecas, alejado de los deportes, sea un hombre pequeño, un hombre débil físicamente”.

Siguiendo su alegato podríamos suponer que Monterde reconocía que había “afeminados” en las letras mexicanas, pero también machos aguerridos que defendían nuestra dignidad, y que la estatura o la musculatura de un autor eran, para fortuna nuestra, un asunto menor.

Jiménez Rueda, el autor de una Historia de la Literatura mexicana que por décadas se leyó en las aulas universitarias, resultaba en su artículo del 20 de diciembre de aquel año aún más provocador y sorprendente: “Ya no somos gallardos, altivos, toscos (...) es que ahora suele encontrarse el éxito, más que en los puntos de la pluma, en las complicadas artes del tocador”.

“Extraño verdaderamente me parece que en catorce años de lucha revolucionaria no haya aparecido la obra poética, narrativa o trágica que sea compendio y cifra de las agitaciones del pueblo en todo ese periodo de cruenta guerra civil o apasionada pugna de intereses”.

Lo cierto es que ninguno de los dos miraba con buenos ojos ni al grupo rebelde, anti solemne y experimental que se agrupó en torno al estridentismo, ni a la generación emergente de autores sensibles, eruditos y cosmopolitas que habría de fundar en 1928 la revista Contemporáneos.

No dejó de pensar en las palabras y las posturas de ambos intelectuales mexicanos tras enterarme de lo ocurrido hace unos días en la ceremonia de entrega del premio Xavier Villaurrutia a Cristina Rivera Garza por su libro El invencible verano de Liliana. Felipe Garrido, un escritor veterano y prolífico, un promotor incansable de la lectura, y miembro –como lo fueron Monterde y Jiménez Rueda– de la Academia Mexicana de la Lengua, se mostró tan extraviado de siglo como lo estuvieron sus dos antecesores de la Academia en la tercera década del siglo XX.

Confundió una ceremonia de premiación con un taller de creación literaria, tuvo el desplante de querer enmendarle la plana a una escritora mexicana consolidada, poseedora de un reconocimiento internacional abrumador y en plena expansión, y tuvo además la insensibilidad suficiente para hablar de un libro que aborda en clave literaria una tragedia personal y familiar de gran calado, que toca además en la llaga profunda de los feminicidios como mal de nuestro tiempo, como si lo que se hubiera propuesto Rivera Garza fuera fabular en el vacío y tejer una historia desde la liviandad creativa, para luego someter su escrito a los ojos severos del coordinador de un taller de narrativa. Sobrado de virilidad, al académico de la lengua se le hizo fácil decir, como en cualquier martes de taller: “le hace falta más fuerza a tu personaje del feminicida”. Lo lamento, hay algo de prepotencia, de descortesía, de miopía, de insensibilidad y de extravío generacional en lo dicho por Felipe Garrido.

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