Opinión

Las yeguas de Glauco

En la mitología griega el nombre de Glauco -que significa verde azulado, como la herrumbre del cobre- aparece por todos lados. En la Guerra de Troya, por ejemplo, un soldado con ese nombre combatió del lado de los troyanos e hizo un pacto con Diomedes, que peleaba con el ejército invasor, para no enfrentarse entre ellos en el campo de batalla. Ambos intercambiaron sus armas para sellar el acuerdo.

Ovidio narra la historia de otro Glauco que era un humilde pescador a quien los dioses
marinos lo transformaron en un ser mitad hombre y mitad pez, otorgándole al mismo
tiempo la inmortalidad.

Ovidio narra la historia de otro Glauco que era un humilde pescador a quien los dioses marinos lo transformaron en un ser mitad hombre y mitad pez, otorgándole al mismo tiempo la inmortalidad.

Existió un príncipe Glauco en Creta, hijo de Minos y Pasifae. De niño se ahogó en una tinaja de miel y fue resucitado por el adivino Poliido. Se cuenta que el rey Minos encerró en una habitación a Poliido con su hijo muerto y le advirtió que no lo liberaría hasta que lograra traerlo de nuevo a la vida. El vidente estuvo cautivo con el cadáver durante un largo tiempo hasta que una serpiente le proporcionó la planta de la resurrección. Minos, sin embargo, no lo dejó partir de Creta hasta que accediera a enseñar a su hijo el arte de conocer el futuro. El sabio, obligado por las circunstancias, transfirió el conocimiento al pequeño, pero una vez liberado se lo arrebató mediante un conjuro.

Ovidio narra la historia de otro Glauco que era un humilde pescador a quien los dioses marinos lo transformaron en un ser mitad hombre y mitad pez, otorgándole al mismo tiempo la inmortalidad.

En el mito de este Glauco marino, él mismo se encarga de contar su increíble historia a la ninfa Escila, de quien estaba perdidamente enamorado, con el fin de despertar en ella su atención y admiración. Resulta que un día de pesca como cualquiera, Glauco vació las redes en una pradera cubierta con un brilloso pasto. Observó que, al contacto con la hierba, los peces misteriosamente se deslizaban hacia el mar y se volvían a sumergir en el agua. El pescador quiso saber lo que sucedía, tomó un puñado de plantas y las llevó a su boca. Al comerlas observó que ocurrían cambios en su corazón y sus entrañas y sintió deseos incontrolables de arrojarse al mar. En las profundidades fue recibido por las divinidades Océano y Tetis, quienes lo transformaron en un nuevo ser.

Escila desconfió del cuento de esa persona de extraño aspecto y se alejó de su presencia. Glauco acudió desesperado a la isla de la hechicera Circe para pedirle una pócima mágica que hiciera que Escila se fijara en él. Pero Circe, envidiosa de la belleza de la ninfa, hizo un brebaje que la convirtió en un peligroso monstruo con cabezas de serpientes que quedó adherido a una roca en un estrecho paso marino, Desde ahí -junto con Caribdis colocado en el otro extremo- amenazaba a las embarcaciones que intentaban cruzarlo. Algunos marineros de Odiseo se cuentan entre sus víctimas.

Dentro de la colección de Glaucos mitológicos existe uno que merece especial atención por el férreo control que pretendía ejercer sobre sus dominios y por su desmedida ambición de querer ganar siempre en las carreras de caballos.

Glauco de Potnias fue rey de la ciudad griega de Corinto. Era hijo de Sísifo, ese conocido personaje de la mitología que fue condenado a realizar un arduo trabajo sin fin, por haber querido engañar a la muerte. Glauco heredó de su padre la pasión por las carreras. Participaba sin falta en todas las competencias que se realizaban en la región. Tenía un establo de yeguas muy competitivas a las que personalmente cuidaba y alimentaba de manera celosa. En las contiendas de carros no dejaba que nadie más que él condujera las riendas de su cuadriga. Las yeguas se mostraban sumisas y complacidas de ser dirigidas en su galope por las manos del rey.

Las yeguas de Glauco, guiadas por su instinto, deseaban convivir con los caballos, pero el rey les había prohibido todo contacto con éstos. Las mantenía en estricto aislamiento. Temía que su apareamiento les restara fuerza en las carreras. La manada aceptaba sin mayor reparo las restricciones impuestas.

Quien no estaba contenta con las limitaciones que Glauco había impuesto era Afrodita. La diosa del amor interpuso una queja ante el tribunal de Zeus, arguyendo que el rey de Corinto estaba interfiriendo en el ámbito de su exclusiva competencia. Esas reglas eran absurdas por ir en contra de las leyes de la naturaleza. Además, lo acusó de alimentar a sus yeguas con carne humana.

Zeus no tuvo más remedio que autorizar a Afrodita para hacer todo lo que estuviera a su alcance y reparar esa aberración, únicamente explicable por la obsesión del rey de triunfar siempre en las competencias. La diosa puso en práctica sus especializados oficios y pronto se ganó la confianza de las yeguas. Una noche abrió las puertas del potrero y las condujo a un pozo consagrado por ella, donde bebieron agua y comieron la hierba conocida como hipomanes. El alimento tuvo los efectos que la diosa quería provocarles. Cuando regresaron a su encierro las equinas ardían de deseo.

Glauco se preparó para participar en una competencia de carros en los Juegos Fúnebres organizados por Jasón, en honor al rey Pelias. Como de costumbre, se dirigió al establo para uncir a su carro a las más veloces de su cuadra. Enfiló hacia el estadio llevando las riendas firmes como experimentado auriga. Al empezar la justa las yeguas no pudieron controlar su excitación y se desbocaron, derribaron el carro y a su conductor, lo arrastraron por la pista y luego se lo comieron vivo. Glauco nunca sospechó que sus obedientes y subordinadas yeguas se rebelarían una vez que sintieran el impulso y el poder que les proporcionaba la hierba del deseo.

Cuenta la leyenda que los habitantes de Corinto y sus alrededores veían invariablemente por las noches la rencorosa ánima de Glauco acechando los establos. En las contiendas hípicas interfería descaradamente, cobrando venganza de su tragedia se atravesaba en las pistas asustando a los caballos, causando mucha confusión y muertes.

Glauco creyó que tenía el poder absoluto que lo autorizaba a decidir incluso sobre el curso de la naturaleza animal, sin que nada ni nadie lo limitara. Su aversión a la derrota lo llevó a cometer excesos que causaron su caída. Las certezas que abriga el monarca absolutista suelen derribarse por razones impredecibles.   

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