Opinión

El Zeppelin que amas y el salario mínimo

Cuando aparecieron los primeros zeppelines, los ingenieros alemanes estuvieron seguros y se afirmaron a una verdad muy lógica: para poder volar, el hombre tendría que construir aparatos con amplios espacios de vacío, más ligeros, livianos, que el aire. Con ese concepto en la cabeza, la incipiente industria imaginó una progresión lineal, un avance único sobre modelos cada vez más grandes, rápidos y más sofisticados de dirigibles que, a no dudarlo, constituirían el futuro de la aeronáutica.

Se convirtió en una idea fija, un dogma, luego un tabú, que durante años prescindió de evidencias o comprobaciones. Ni la competencia de Inglaterra y los Estados Unidos que desarrollaban cada vez mejores aeroplanos pudo sacar de la cabeza de los alemanes al espejismo bombacho de los zeppelines. No fue sino hasta el 6 de mayo de 1937 que el Hinderburg –el último grito de la moda, un armatoste de duraluminio, la más grande nave aérea jamás hecha por el hombre- se incendió en pleno vuelo ante la mirada atónita y morbosa de los medios de comunicación en Nueva Jersey. Las fotos siguen siendo impactantes, espeluznantes. Murieron 35 pasajeros y los zeppelines se desacreditaron para siempre como alternativa viable de transporte.

Ni los experimentos, ni la realidad, ni las noticias de los éxitos alcanzados por los aeroplanos ingleses, hicieron cambiar la necia idea en la ingeniería alemana. Fue la tragedia el factor que obligó al desarrollo lateral y a admitir la pura verdad: había que ser más pesado que el aire para lograr que el vuelo funcionara bien. A partir de un desastre, los zeppelines se convirtieron en curiosidades publicitarias y los aviones, en el invento que sobreviviría en la industria del futuro.

Esta historia es contada por Umberto Eco en su libro Kant y el ornitorrinco, a propósito de las ideas fijas, claramente absurdas, no demostradas, pero que juegan un poderoso papel en la vida de los hombres y que generalmente, estallan y terminan en la forma de tragedia.

Recordé esta historia a propósito de las renovadas resistencias que desde varios flancos –incluso desde cierta izquierda- ha vuelto a emerger, para resistir una política de ascenso de salarios mínimos.

En los municipios de la frontera norte de México se duplicaron hace cinco años (a lo bestia) y aún así, no ocurrió ninguno de los efectos que vaticinaban la teoria convencional ni los neoliberales. El salario mínimo mexicano ha recuperado más del 80 por ciento de terreno adquisitivo real (sigue siendo insuficiente), y la creación de empleo permanece fuerte, las empresas se recuperan de la pandemia y no hay indicios serios de inflación causada por “espiral” precios-salarios.

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Alemania lleva diez años de haber introducido la institución del mínimo y su mercado laboral es estable. España vive su mejor momento de crecimiento económico en muchos años, acompañada de aumentos muy serios en el salario mínimo. Y un montón de ciudades estadounidenses han aumentado sus sueldos de garantía 5, 6, 7 u 8 dólares por hora, sin sufrir ningún efecto de los que predecía la vieja teoría: ni desempleo, ni inflación, ni aumenta la informalidad. El zeppelin de la teoría neoclásica (estilizado en los años cincuenta) no funciona, no explica lo que sucede en casi ninguna economía real, pero sigue siendo esgrimido (por figuras totémicas como Agustín Carstrens) como una verdad de a kilo.

La política del salario mínimo es quizás la única aportación positiva del gobierno de López Obrador y me parece, que es una de las anclas que deberían sostenerse en el futuro, si hemos de hablar de un nuevo acuerdo social.

Ahora que se ha adelantado ¡seis meses! y desatado la carrera por la presidencia creo que esta es una de las discusiones cruciales y también, que no todos la perciben como lo que es: la clave para un nuevo tipo de economía, en la que el trabajo -no las dádivas- sea la palanca para escapar de la pobreza.

El salario mínimo es una clave: espero que entre partidos, empresarios, actores económicos se deshechen ya las ideas falsas, y que no acaben despeñándo sus programas, aferrados a su propio zeppelín.

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