
Para Antonella Peschechera
Yo estoy en Udine por culpa de una mosca. Hace muchos años (tantos que prefiero no contarlos porque entonces yo era un niño de siete) mi padre nos leyó a sus tres hijos una versión de La Bella Durmiente del Bosque que él acababa de traducir. Había pasado la mañana en su estudio, inconforme consigo mismo (era meticuloso, perfeccionista), y sólo después de mucho traquetear las palabras se sintió más o menos satisfecho, tanto que al mediodía nos sacó de nuestros columpios para someter el cuento al implacable tribunal de la inocencia: a fin de cuentas, lo había traducido para nosotros tres. Aún recuerdo (¿acaso lo imagino?) el tono grave de su voz. Tal vez pretendía impresionarnos, grabarnos ese momento en la parafina de la memoria. Estábamos a la sombra de unas arecas gigantes, sentados en el suelo de un patio de cemento rojo. El perro de la casa había buscado acomodo sobre las piernas de papá y como meneaba el limpiaparabrisas de su cola, el poeta debió alzar las cuartillas a la altura de las cejas. El cuento avanzaba sin tropiezos (conocíamos la anécdota) cuando llegó por fin la escena en la que el Hada Madrina decide dormir a la princesa, y con ella a todos los que estaban en Palacio, antídoto injusto (comenté luego a papá) pues ni los cocineros que asaron los perniles de la cena ni el floricultor que cortó las rosas para decorar las jardineras de los balcones ni el veterinario que esa noche debía atender el parto de una yegua primeriza ni el alquimista que fundía lingotes de cobre en los sótanos del castillo ni la mucama que peinaba las pelucas de su Alteza, la Reina Madre, tenían por qué participar en un pleito que no era de ellos, sino de la joven, dulce y dormilona heredera. En fin, dejemos aparte las apreciaciones sociopolíticas del extraño suceso.
El caso es que fantaseo. El viento hacía trepidar las espadachinas hojas de las arecas. Papá hizo una pausa bien calculada, nos dedicó a cada hijo una mirada profunda, a través de los espejuelos que apuntalaba en la punta de la nariz. Siempre quiso ser actor: cuando lo consideraba necesario, podía convertir la situación más nimia en un hecho teatral —por eso, quizás, acarició el lomo del perrito hasta aplacar la contentura de su cola. Luego de aquel segundo interminable, cargó de aire sus pulmones y leyó esta oración como quien dicta un testamento: “Se durmió el Rey en el trono, el caballo en el establo y... (su mano dibujó en la nada un arco muy lento antes de que su dedo índice se clavara como un punzón en el muro del jardín) y repitió la frase con gran dramatismo, ahora de corrido, sin interferencias: “Se durmió el Rey en el trono, el caballo en el establo y... ¡la mosca en la pared”. Sentí un vacío en el estómago. De repente, se desató la ventolera y el perro buscó refugio en el pecho de mi hermana, su ama y cómplice. Un injustificado zumbido se instaló en nuestras orejas. Mi padre, Eliseo Diego, acababa de regalarme lo más preciado que aún poseo entre cielo y tierra: me enseñó a mirar.
Desde aquella tarde, nunca he vuelto a matar una mosca —de ahí mi fama de pacifista—, ni siquiera en esos veranos de junio, en el bochorno del Caribe insular, cuando los moscones se suicidan en masa contra las mallas metálicas o se achicharran al chocar contra las bombillas eléctricas, donde dejan las babas viscosas de sus entrañas, mientras las moscas más afortunadas, las más listas, las más moscas, cargan en sus patas los mendrugos del almuerzo. No las mato porque temo que mi mosca cubana o mexicana o italiana sea aquella otra mosca medieval, la del castillo de la bella durmiente, milagrosamente fija en el recuerdo del arbolado jardín mi niñez.
Un escritor es su mirada. Por supuesto, no resulta obligatorio detectar la mosca en el muro; otros narradores podrían haber abordado el suceso desde ángulos diferentes y explicarnos con lujo de detalle que esos bichos dípteros pertenecen a la familia de los múscidos y que sus picaduras pueden transmitir el carbunclo, enfermedad común al hombre y a los animales que suele producir un sueño profundo, antesala de la muerte, lo cual explicaría los ronquidos de Su Majestad en el trono y la modorra del percherón en la caballeriza. Sin embargo, ¿quién ve el broche de una mosca prendido en la cal de un panel? ¿Quién repara en su fijeza estatuaria? ¿A quién le duele la probabilidad de que esa insignificante criatura se quede presa en la pared por los siglos de los siglos, amén, condenada a no libar jamás su deliciosa mierda, pues existe la posibilidad de que el tan cacareado príncipe azul nunca llegue a besar a la muchacha, o le dé miedo enfrentarse a la bruja mala? ¿Y si resulta que una noche de lluvia, al calor de la chimenea, comprende que su corazón pertenece a su viril escudero? Sólo un poeta hace suya la pena de una mosca. Pido un segundo de silencio para oír volar sobre nuestras cabezas al invisible insecto de Charles Perrault que estuvo durmiendo desde 1697, en una página cualquiera de Cuentos de mi madre la Oca, entre las botas de un gato malgenioso y la cesta de una caperucita roja que tenía a su abuela enferma, allá en lo hondo del hondo bosque.
“Toda la noche oyeron pasar pájaros”, dicen que escribió Cristóbal Colón en el Diario de su primer viaje; lo que no se dice, aunque debió ser cierto pues cierto fue el aletear de esas gaviotas, es que toda la noche, absolutamente toda, vieron pasar barcos... ¡los pájaros! Vine a Italia, sin dudas, por mi condición de escritor —y soy escritor gracias a una mosca.
“La vida es un tren expreso/ que recorre leguas miles,/ el tiempo son los raíles/ y el tren no tiene regreso”, cantaba a principios de la década de los sesenta un trovador habanero, de nombre Ñico Saquito, en una guaracha que puso a pensar a media Cuba. Mi pequeña isla celebraba por esos días el triunfo de una revolución popular, prometedora, que se propuso hazañas en verdad audaces (por ejemplo, sembrar la semilla de una esperanza en los resecos campos de la educación y la salud pública o repartir entre todos la pobreza o confiar en la biotecnología para no dejar en manos de Dios algunos de los muchos padecimientos que arrebatan al hombre); en contraparte, esa misma revolución no midió la hondura de sus desatinos cuando comenzó a empeñarse en disparates tan absurdos como comprar barredoras de nieve por si nevaba en La Habana o construir a paso doble una llanura de leones más grande que cualquiera de las praderas de Nigeria o intentar en laboratorios genéticos una vaca diminuta, una vaca bonsái, una vaca de bolsillo que cada mañana, sobre la mesa del comedor, reunida la familia en torno a sus tetas, se dejara ordeñar un dedal de leche para garantizar así el desayuno de nuestros niños. Créanme que hago este breve recuento de virtudes y catástrofes con la nostalgia y el orgullo de quien esta dispuesto a reconocer ante notario que nunca ha sido, he sido, tan feliz como en esas jornadas de pasiones juveniles, allá en mi isla de anaranjados atardeceres y maremotos gigantes, una isla caliente atravesada como una piedra en la ruta de los huracanes, donde los muertos que uno ama no se mueren y los abuelos siguen tosiendo en los retratos, una islita que cabe en la cuarta de una mano, más sola que el carajo pero perfectamente loca y gozadora, justo la combinación que quería evitar Dios Padre cuando se le ocurrió la idea de sembrar un manzano en su extravagante rancho sin prever que en una de sus ramas iba a enroscarse la serpiente del pecado.
Cuando Ñico Saquito tarareaba sus cuartetas en bares y prostíbulos, comenzaban para Cuba los años del embrujo. Yo tenía siete septiembres en las costillas, soy virgo, y acababa de ver una mosca dormida en la punta del dedo de mi padre. El maleficio ha durado casi medio siglo. Aquel sueño acabó siendo un lugar común: acabó siendo una pesadilla. Al menos para mí y otros dos millones de cubanos que andamos dando vueltas por el globo terráqueo de allá para acá, de aquí para allí, errantes, encabronados y nostálgicos. No exijo tener la razón: muchos seguramente opinarán lo contrario, pero de un tiempo a esta parte defiendo a capa y espada mi derecho a estar equivocado.
Pero hay algo en que no estoy equivocado. Ahora, cuando leo ante ustedes este texto sin pies ni cabeza, un buen cubano, camagüeyano y poeta, se pudre en una celda de provincia (tres camaradas de infortunio, seis metros cuadrados, un agujero en el piso, cuatro camastros de lona y una Biblia). Su esposa cuenta que se deshidrata a simple vista, que no hay quién soporte 93 grados de humedad relativa y 42 de temperatura, que se derrite gota a gota, verso a verso: cumple el segundo año de una condena a dos décadas de privación de libertad y todo por el delito, al parecer imperdonable, de decir sin miedo lo que piensa sobre esa revolución a la que él, cuando lo liberen un día de abril del año 2023, habrá entregado la vida entera y la casi totalidad de su poesía, fervor tras fervor, equívoco tras equívoco, hueso a hueso y rata a rata. Se llama Raúl Rivero. Es mi amigo.
Poco antes de venir a este encuentro de literatura y magia y fantasía, manos solidarias me hicieron llegar hasta México los últimos doce poemas de Raúl que lograron conmover a sus custodios y vencer así la rígida censura; como he jurado defenderlo siempre, donde sea, permítanme leerles uno de esos textos prisioneros, llenos de extraña fe. Se titula “S de sueño”. Es breve. Creedme que dormía. Eso es cierto./ Considerad también que me besaba./ Hablábamos de amor y de poesía/ yo apenas respiraba, yo vivía/ el instante preciso que pasaba/ y el miedo insuperable a estar despierto. Fin de la cita. Ojalá se haga pronto justicia, incluso para mejoramiento y perdón de sus carceleros, y Raúl pueda correr por la pradera de los leones y vea nevar en La Habana, feliz y soberano. Lo conozco como la palma de mi mano: de estar libre, Raúl Rivero escribiría un precioso poema a la vaca bonsái que tal vez amamante a sus hijos o sus nietos o sus bisnietos en desayunos futuros.
Yo soy cursi, tímido y melodramático, no lo niego, pero puedo volverme insoportable si me pongo tan rabioso que no me da pena llorar en público por un amigo encarcelado. No lo comenten con nadie, pero acá, entre ustedes y yo, compañeros, la rabia no deja de ser un sentimiento un tanto primitivo, naif. Por cierto, al escribir compañeros, recuerdo lo que me dijo un ángel de La Habana, la poeta Fina García Marruz, mi tía, cuando supo que me había cansado de abusar de esa palabra: “Compañero, sobrino, es aquella persona con quien compartimos el pan”. Y me ofreció la mitad de su galleta.
Voy a lo que iba, que a eso vine y por ello me invitaron. “La vida es un tren expreso/ que recorre leguas miles”, asegura Ñico Saquito en el arranque de su guaracha, y luego de varios octosílabos, remata su filosófica apreciación con esta advertencia: “en la parada que hace/ nos deja en el cementerio”. A bordo de uno de los vagones de ese tren sin retorno, he dedicado buena parte del viaje a contar por escrito lo que veo a través de la ventanilla o escucho que chismean mis contemporáneos. Ellos me dictan las novelas. La apropiación de un paisaje o de una experiencia ajena es delito perdonable en escritores. Yo por lo pronto me robo escenarios al descaro y al descaro amaso personajes para que me quieran. No resulta un hecho insólito confundir la magia con la locura, lo maravilloso con lo cotidiano, la verdad con la mentira.
Hoy por hoy, conservo intacta la ilusión de que los organizadores de este Congreso no me hayan invitado por lo que pueda decirles sobre las raíces del imaginario latinoamericano: estudiosos y académicos desmenuzarán el tema con el escarpelo de la crítica sabia, y de seguro aprenderé de ellos las causales y consecuencias de esa manera tan nuestra de mirar el universo hostil que nos rodea.
¿Puede ser más hostil? Por la misma fecha que los comandos terroristas derribaron las Torres Gemelas de Nueva York, un graffiti iracundo comenzó a aparecer en colegios de Lima, plazas de Buenos Aires, callejuelas de Caracas, arrabales de Bogotá, fabelas de Fortaleza y villas miserias de México: “Basta ya de realidades: ¡queremos promesas!”. La clásica ecuación que animó el idealismo social de los sesenta (“¡Basta ya de palabras, hablen los hechos!”) había dado una voltereta mortal. Si el reclamo no fuera tan angustioso, movería a la risa. Cercados por politiqueros antojadizos, economistas sinvergüenzas, banqueros ruines, líderes mediáticos, generales arrogantes, gobernantes napoleónicos y asesinos expertos, por no mencionar a luminarias del espectáculo o del futbol, el paraíso que nos vendieron acabó siendo una porquería. La verdad abruma: sí, claro que sí, el mundo puede ser aún más hostil.
Un brevísimo recuento de nuestro ridículo histórico daría una explicación razonable de mi desencanto. ¿Razonable? Ahí les voy, y me cito. Cierto gobernante, obeso por más señas, se declaró en huelga de hambre y prometió que, mientras su esbelta esposa no aceptara amarlo de nueva cuenta, atendería sus deberes presidenciales desde uno de los altares de la catedral. Allí se refugió por seis o siete semanas, tras su escritorio de cristal, bajo mirada de un atónito San Juan Bosco de madera. ¿A qué genio de la novelística se le podía haber ocurrido una escena tan patética? Y díganme algo de la picardía de este otro mandamás, ciego y anciano, que solía comenzar sus discursos con una frase pachanguera: “Compatriotas, ahora lo veo todo mucho más claro”. Y hay más. En una de las inútiles reuniones Cumbres que nuestros primeros mandatarios se regalan una o dos o tres veces al año, este mismo personaje se atrevió a confesar que con trescientas becas internacionales solucionaba el atraso educacional de su país, “porque sólo cuento con un puñado de niños inteligentes”. ¡Qué decir de los jerarcas que venden la imagen de amante fogoso, de macho cabrío! Un presidente de origen militar, grosero y déspota, pidió a su esposa, desde un programa de televisión dedicado al Día Internacional de la Mujer, que lo esperara en la cama con ropas de encajes porque en cuanto terminara su monserga iba a darle “lo suyo”, al tiempo que guiñaba un ojo para esclarecer la pizpireta insinuación. Sigo. Otro militar, legendario jefe de estado, elevó casi a rango de heroína nacional a una vaca con trastornos hormonales que en un verano demasiado caliente comenzó a dar unos ciento diez litros de leche al día. La vaca murió a los cuatro meses de ordeño. Una estatua suya, en bronce y a escala real, presidía hasta no hace mucho la puerta de una enorme feria de exposiciones, como recordatorio de la proeza.
La inmensa mayoría de los seres humanos, ricos o pobres, tiene atrofiada su capacidad de imaginación. Duele reconocerlo. Las razones de semejante carencia deben ser múltiples (sociológicas, económicas, históricas, clasistas, sociales), pero yo elijo una que me enseñó mi hija María José, una cubanita de veinte años: “Esa inmensa mayoría, papá, te aseguro que tuvo una infancia desastrosa”. Las raíces del problema se hunden hasta esa breve temporada de candor donde se define todo, en especial la mirada. Allí comienzan a bifurcarse los senderos. Unos avanzan hacia el sur brutal de la orfandad, por los vericuetos secretos de la barbarie; otros hacia la Estrella Polar de la civilización, en el supuesto cuestionable de que éste sea un camino seguro, emboscados como estamos por secuestradores y bandidos y narcotraficantes y vendepatrias y terroristas y fascistas —como el burro que diseña y conduce el catastrófico destino del país más poderoso de la Vía Láctea. Mi padre decía que en esta época, en la que los hijos de puta ocupan las portadas de las principales revistas, olvidamos con frecuencia que un hombre bueno es un espectáculo tremendo. Lo que fuimos, somos; lo que somos, seremos. Me declaro pesimista: en verdad, me gustaría invernar como un oso junto a la mosca de Perrault, aunque sé que despertaré de mi siesta entre bombazos.
La fantasía es uno de los pocos vicios permitidos en América Latina, un continente tan rico como incosteable. Su consumo resulta un alivio: una aspirina del tamaño del sol, diría Roque Dalton. En un continente huérfano, la fama es más vistosa que el prestigio. Seamos visibles antes que auténticos: eso no falla —dicen los ropavejeros de falsos credos. Ya va siendo hora de denunciar las trampas del mercado. Por supuesto que debe medirse de alguna manera la aceptación de cada libro, pero pensar sólo en términos de éxito editorial es un error de creules consecuencias. Tengo la sospecha (por no decir la certeza) de que tarde o temprano los que deciden sobre el destino de la literatura tendrán que sentarse a pensar que el arte es mucho más que una carrera de caballos.
Líneas arriba, mencioné a mi padre y a Raúl porque, sin apartarme una coma del tema que nos ocupa, yo vine aquí a hablar de poesía. Sin nuestra poesía no puede entenderse nuestra novela: sin Vicente Huidobro, César Vallejo, Pablo Neruda, Drummond de Andrade, Nicolás Guillén, Aquiles Nazoa, Gastón Baquero, Jaime Sabines, Carlos Pellicer, Ernesto Cardenal, José Lezama Lima, Octavio Paz, Roque Dalton, Jorge Luis Borges, Raúl González Tuñón, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Olga Orozco, Octavio Smith, José Emilio Pacheco o Álvaro Mutis, por ejemplo, ¿qué sería del propio José Emilio Pacheco y del propio Álvaro Mutis o, digamos, qué sería Guimaraes Rosa o Juan Rulfo o Juan José Arreola o José María Arguedas o Ciro Alegría o Tito Monterroso o Alejo Carpentier o Carlos Fuentes o Lino Novás Calvo o Mario Vargas Llosa u Osvaldo Soriano o Miguel Otero Silva o Guillermo Cabrera Infante o Juan Carlos Onetti o Ángeles Mastretta o Julio Cortázar o Haroldo Conti o José Donoso o Jorge Ibargüengoitia o mi queridísimo maestro Gabriel García Márquez? ¿Quienes seríamos nosotros sin ellos, ellos, los poetas que enseñaron a mirar a los novelistas que, luego, enseñarían a mirar a sus lectores? Poco más o poco menos que Nadie —Nadie y sin Homero.
Ya habrá tiempo para polemizar y discutir sobre la influencia de la novela norteamericana o la herencia de la literatura fantástica o las huellas notables o no del surrealismo o el existencialismo o el postmodernismo en una callejuela de Macondo o una casucha vacía de Comala o en una barcaza a medio hundir, allá en el uruguayo puerto de Santa María o en una esquina rosada donde alguien pintó una rayuela; pondremos en tela de juicio las teorías literarias que documentan un mundo en verdad real y maravilloso. Saltarán nombres, por derecho propio: Carlos Barral, Carmel Ballcels, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Carlos Monsiváis, hacedores del Boom, protagonistas indiscutibles de este delirio que a todos nos hizo perder el juicio en la recta final de los sesenta, entre películas de Glauber Rocha y Tomás Gutiérrez Alea, canciones de Violeta Parra o los Beatles o Bob Dylan o Atahualpa Yupanqui, la guerrilla del Che Guevara, el mayo francés y los muchachos acribillados a balazo sucio en Tlatelolco. Alguien dirá, y yo estaré de acuerdo, que el tan llevado y traído realismo mágico nace como flor exclusiva de la pobreza: hasta donde se sabe, no brilla ni reverbera con igual intensidad en las mansiones de los ricos ni en los ventanales de los rascacielos ni en los oxigenados casinos de lujo donde la suerte de un pobre importa menos que el neumático de un Porche deportivo.
Desde el siglo de las luces, escrito está que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra. Y no la tendrán, amigos míos, porque cuando nosotros llegamos a estos paradisos nadie nos estaba esperando, no la tendrán porque antes de que se edificaran las casas verdes al pie de un astillero, antes de las invenciones de Morel, antes de descubrir los cementerios de la ciudad donde van a morir los elefantes, antes de que resplandeciera la madera, antes de que cambiáramos de piel en la región más transparente del aire, antes de despertar y descubrir a nuestro lado un dinosaurio, antes de que anocheciera para Celestino, antes de que Julius encontrara su mundo y que Pedro Blanco decidiera momificarse en vida para pasar la eternidad junto a su hermana, antes de las velas acartonadas de los barcos negreros y los estandartes de los cangaceiros que invadían los sertones de Brasil, antes la escritura de un nuevo evangelio según Jesucristo, antes de que perdiéramos los pasos en la selva amazona y de que navegáramos los ríos profundos de Perú, antes de la fiesta del chivo y el fallecimiento de María Bonita y Artemio Cruz y Opiano Licario y Susana San Juan y José Arcadio Buendía y Tinísima y Santa Evita (amortajada, como el personaje de Maria Luisa Bombal), antes de que los obscenos pájaros de la noche revolotearan la ciudad y los perros cachorros, antes de que Ilona llegara con la lluvia y la última escala del Tramp Steamer y las aventuras sin fin de Maqroll El Naviero, antes de que tres tristes tigres se sentaran a tomar tres tristes tazas de té en un cafecito de La Habana, antes de que Uslar Pietri lanzara sus lanzas coloradas y de que Onetti abriera el pozo de pesimismo y de que Reinaldo Arenas atravesara un puente con los ojos cerrados, antes de que Severo Sarduy tuviera el gesto de aclararnos de dónde son los cantantes, antes de que el esclavo Macandal abandonara el reino de este mundo (ancho y ajeno), antes de la consagración de la primavera y los cuarteles de invierno y el otoño de los patriarcas y el verano feliz de la señora Forbes también estaba escrito en los pergaminos de la historia no oficial la crónica anunciada de nuestros llanos en llamas y, por el rastro de la sangre en la nieve, sabíamos que a nuestros hombres y mujeres, los de abajo, los olvidados, los matarían los murmullos en esos extraños pueblos de oscuros esplendores, terra nostra, donde la demasiada luz forma nuevas paredes con el polvo. Arránquennos la vida si quieren: ya veremos cómo encontramos la salida del laberinto de la soledad y les cobramos caro a los supremos presidentes el olvido en que nos han tenido. Nos sabemos de memoria el final que espera a “los rencores vivos”: se apoyarán en los brazos de alguna Damiana Cisneros y harán el intento de caminar. Después de unos cuantos pasos caerán, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Darán un golpe seco contra la tierra y se irán desmoronando como si fueran un montón de piedras...
Todos somos hijos de Pedro Páramo y vivimos bajo el mismo techo. Aquí les paso una dirección donde pueden encontrarnos: Corrientes tres cuatro ocho, segundo piso, ascensor; no hay porteros ni vecinos: adentro, cocktel y amor. Pisito que puso Maple, piano, estera y velador... Siempre Aura rejuvenecerá en las madrugadas y siempre un santón descalzo cargará una cruz de caserío en caserío, monte adentro, y sumará a su causa a los menesterosos que nadie escucha, a los mendigos que nadie atiende, a los infelices que nadie mira. No se asusten ni se depriman: siempre habrá también un niño que vaya del brazo de su abuelo a conocer el hielo.
Los poetas son los que escriben la historia que me apasiona, la narración secreta del alma de los pueblos y de sus hombres, la crónica íntima de nuestras fobias, manías, esperanzas y desesperanzas. Elegías y herejías. Los políticos creen estar haciendo la historia (a veces la deshacen), los académicos la rescatan (a veces la sepultan), los periodistas la esclarecen (a veces la confundimos), sólo los poetas la tocan, la desnudan, le tiran de las tripas con las manos. Rindo fanático tributo a los poetas de este planeta azul llamado Tierra, vivos o muertos, valientes o débiles, célebres o desconocidos, santos o demonios. Gracias por el fuego: a sol o sombra, ustedes, los amorosos que salen de sus cuevas a cazar fantasmas, los amorosos que juegan a tatuar el humo, los amorosos que se van llorando la hermosa vida, son los líderes indiscutibles de nuestras naciones. ¿Lo demás? Lo demás es pura literatura.
“Basta ya de realidades: ¡queremos promesas!”. El grito ensordece. La novela de América Latina tiene unos 152 mil 690 capítulos, las noches que hemos acumulado desde la llegada de Cristóbal Colón a una isla de arenas fofas. Sus carabelas tenían, por nombre, apodos de putas: La Niña, La Pinta y La Santa María, también llamada La Marigalanta. ¡Vaya burdel! Camino a este congreso, cielo arriba, entre nubes, me entretuve en leer los periódicos. ¡Qué vergüenza! Cerca de Dios y de los agujeros de ozono, es decir, lejos de la tibia corteza de la tierra, yo me preguntaba (y les pregunto) si a pesar de las traiciones, los robos, las mentiras, los secuestros, las injurias, los abusos, los encarcelamientos injustos, las violaciones de nuestros derechos humanos, los envenenamientos del espíritu y el mal sabor de boca de tantos sueños truncos, ¿no nos merecemos un final feliz? Ni siquiera pido demasiado: acaso un caritativo “continuará” —y tres puntos suspensivos.
Oigo relinchos en el patio del vecino. La reina de mi barrio menea su trasero al compás de Los Tigres del Norte y el sol de México, como un insecto esplendoroso, ilumina la areca de mi terraza, donde se acaba de posar una avispa de ojos verdes. ¡Que no nos vengan con cuentos de camino: ni el cocinero ni el floricultor ni el veterinario ni el alquimista ni la mucama ni la mosca ni tampoco nosotros hicimos nada para merecer la condena de vivir en un mundo para todos dividido! Nuestro delito, si alguno reconozco, es esta terca decisión de soñar despiertos, como pedía mi padre en un poema que dedicó a los niños. Perdónenme terminar con el único graffiti que he pintado en mi vida: Viva Cuba. Continuará...
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