
Diez días en Ginebra bastaron para confirmar algo incómodo: sin reglas comunes, la crisis del plástico seguirá exportando sus costos a quienes menos tienen. El tira y afloja entre quienes quieren limitar la producción y quienes apuestan todo al reciclaje dejó a la mesa sin un texto de acuerdo. Mientras tanto, el mundo sigue con tasas de reciclaje de un dígito, y comunidades enteras conviven con microplásticos y rellenos sanitarios al borde. No es un debate de buenos contra malos: es la urgencia de pasar del residuo al diseño y del discurso a los estándares.
En la mesa del Comité Intergubernamental de Negociación (INC), siete temas concentraron la atención: límites a la producción de plásticos vírgenes, gestión de residuos, químicos peligrosos, usos esenciales, financiamiento, innovación tecnológica y mecanismos de implementación. Ninguno alcanzó consenso. El resultado es un tratado en suspenso, que refleja la dificultad de alinear a 170 países, intereses industriales y demandas sociales.
Más allá del estancamiento, la discusión dejó ver un ángulo poco explorado: cuando hablamos de envases, no siempre hablamos de desecho; también hablamos de acceso. Allí donde el Estado no garantiza agua segura, el envase se convierte en la infraestructura que no ha llegado. En comunidades rurales sin red, en colonias urbanas con cortes semanales o en zonas de desastre, una botella de agua potable significa salud inmediata y dignidad.
El verdadero debate no debería centrarse en si el envase es bueno o malo, sino en cómo aseguramos que circule de manera responsable. Bottle-to-bottle, metas de recolección verificables, plantas certificadas en water stewardship y trazabilidad por cuenca son caminos claros. Si pedimos eso por ley y lo medimos con transparencia, dejaremos de discutir si reciclar funciona y empezaremos a demostrarlo.
No es casualidad que el sector embotellador haya avanzado en sistemas de retornables, incorporación de PET reciclado grado alimenticio y estándares internacionales que buscan equilibrio hídrico. Esa trayectoria, con todos sus retos, muestra que el envase puede ser parte de la solución y no solo del problema.
Pero el gran ausente sigue siendo el Estado. El Banco Mundial calcula que cerrar la brecha global de acceso al agua potable requiere más de 130 mil millones de dólares al año, apenas el 1 % del PIB mundial o 29 centavos de dólar por persona al día. Cada dólar invertido devuelve al menos dos en beneficios sociales. Sin embargo, los gobiernos siguen postergando la inversión en redes y mantenimiento.
En México, aunque el 96 % de los hogares tiene conexión a una tubería, solo uno de cada tres municipios recibe agua todos los días, y casi una tercera parte se pierde en fugas. La realidad es que millones de familias “conectadas” siguen sin agua. La infraestructura monumental —como el Túnel Emisor Oriente, que costó más de 33 mil millones de pesos— buscó resolver un tema de fondo: evitar inundaciones recurrentes y mejorar el saneamiento en la capital. Pero también muestra lo costoso y tardado que es reaccionar y lo urgente que resulta planear con visión de largo plazo, con proyectos que trasciendan administraciones y tengan verdadero seguimiento transsexenal.
Aquí es donde la paradoja se hace evidente: mientras el Estado construye túneles que tardan décadas, el ciudadano necesita abrir la llave hoy. Y cuando esa llave está seca, el envase es la red de emergencia. No debería serlo siempre, pero tampoco puede despreciarse como si fuera prescindible.
Cantarito
La Ciudad de México es un espejo de estas contradicciones. Cada año recibe 6,800 millones de metros cúbicos de lluvia, casi tres veces lo que consume. Sin embargo, el 70 % se evapora, apenas el 10 % se infiltra y el resto nos inunda. El Banco de México ha advertido que los costos de la crisis hídrica ya afectan la inflación, la competitividad y la estabilidad de sectores completos.
El Túnel Emisor Oriente, inaugurado hace unos años, fue un recordatorio de lo que una obra de fondo puede significar: alivio a inundaciones que asfixiaban la ciudad. Pero también muestra lo costoso y tardado que es reaccionar y planear con proyectos de largo plazo que deben tener seguimiento transsexenal.
Nuestros antepasados sabían convivir con el agua. La gran Tenochtitlán fue descrita como una de las ciudades más hermosas del mundo, precisamente porque estaba construida sobre lagos, canales y acequias que armonizaban con el entorno. Hoy seguimos atrapados entre sequías e inundaciones, intentando corregir lo que ellos supieron aprovechar. Tal vez el reto de nuestra generación no sea inventar más excusas, sino aprender de esa memoria y devolver al agua el lugar que nunca debió perder: el de ser la base de la vida, la justicia y la ciudad.
* Secretario general de la Asociación Mexicana para la correcta Hidratación, AC