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Si hay una promesa que el cineminuto cumple una y otra vez, es esta: cualquiera puede convertirse en cineasta sin pedir permisos imposibles

Un minuto para decirlo todo

Cine. El 13° Festival Internacional de Cineminuto, que reunió ficciones íntimas, documentales urgentes y animaciones capaces de trastocar la costumbre. (UAM)

Imagina que por fin vas a rodar tu primera película. La idea que cuidaste durante años empieza a tomar forma: una escena, un gesto, una respiración. Te acompañan las secuencias que te marcaron y las directoras y los directores que te movieron el piso. Hoy la cámara está de tu lado: ahora toca decir. ¿Qué dirías? ¿Cómo comenzaría tu película?

Podría abrir con una mujer que descifra relatos escondidos en fotografías viejas —negativos como mapas, huellas de luz—. Podría seguir con dos hombres que, a la sombra del prejuicio, guardan su amor hasta que la ausencia de uno, como un golpe de aire, revela lo vivido. Tal vez sea un experimento de personalidades atrapadas en un elevador donde cada piso despoja una máscara; o quizá la fábula de un monstruo que hace de la cámara su guarida y, en animación, nos enseña a mirar donde nadie mira. Puede ser el ruego de un joven al otro lado del teléfono que no contesta —la línea suena, la ciudad calla—; o la marcha paciente de una madre modelada en plastilina que busca sin tregua, paso a paso, cuadro a cuadro. Incluso el pulso subterráneo de un trayecto en Metro contado por fotogramas: estaciones como latidos, perfiles que se rozan sin saberse. Historias así no piden permiso: piden voz. Contarlas —con la forma que se elija— no es un capricho estético; es un acto de presencia: decir para existir, denunciar para abrir espacio, convocar para hacer sociedad.

Porque narrar —sobre todo con cuidado— organiza el mundo. Pone nombre a la herida y también a quien cuida. Le da tiempo a lo que no lo tiene, rostro a lo que elude el encuadre, oído a lo que suele perderse en el ruido. No se trata de exhibir por exhibir: se trata de tejer conversación. Una mujer ante un álbum antiguo nos devuelve un espejo del barrio que fuimos; dos hombres que se aman recuerdan que el prejuicio todavía respira y que el afecto, cuando encuentra lenguaje, lo desarma; el elevador, ese cubo de vida compartida, pregunta quiénes somos cuando nadie mira; el monstruo fotógrafo prueba que la imaginación también es crítica; el teléfono sin respuesta diagnostica una indiferencia que duele; la madre de plastilina —paso a paso— comprueba que la esperanza, para serlo, debe ponerse a trabajar; el tren subterráneo, a golpe de estación, revela una coreografía que pasa diario sin que la miremos. Huellas: de eso están hechas esas historias y eso dejan cuando terminan.

Lo que aquí imaginamos —lo que quizá quisiéramos filmar— no es un borrador de deseo: ya sucedió en pantalla. En sesenta segundos, con herramientas tan accesibles como un teléfono celular, esas historias se contaron y circularon. Ocurrió en la edición pasada, el 13° Festival Internacional de Cineminuto, que reunió ficciones íntimas, documentales urgentes y animaciones capaces de trastocar la costumbre. Un minuto bastó para abrir ventanas: la memoria que se activa con polvo y plata; el amor que se resiste a las sombras; la sociología exprés de un elevador; la imaginación que vuelve pedagógica la ternura; la línea telefónica que denuncia un vacío colectivo; la búsqueda amasada en plastilina con la seriedad de un juramento; la crónica de una ciudad que respira por túneles. Cada pieza, distinta en forma, coincidía en lo esencial: decir, contar, denunciar, convocar. Ese cuadrado de verbos es la arquitectura de lo común.

Ese legado es punto de partida. Este año, Huellas no es un letrero temático: es una brújula. Pregunta qué marcas deja la ciudad sobre los cuerpos —el cansancio, el orgullo, la cicatriz— y qué marcas dejan los cuerpos sobre la ciudad —la risa, la protesta, la ternura como política menor—. Pregunta por las huellas del trabajo que sostiene la vida, por las del amor cuando sobrevive al miedo, por las de la búsqueda cuando el Estado se agota, por las de la fiesta cuando insiste en reunir a quienes no se conocían. El cine breve responde con lo que mejor tiene: precisión. Un minuto obliga a elegir lo imprescindible —un gesto, una frase, una luz— y a descartar lo demás. Ese rigor no encoge la experiencia: la enfoca. Y al enfocarla, la vuelve compartible.

En ese gesto se asienta una certeza: el cine puede ser un micrófono compartido. No hace falta una industria para dignificar una voz; hace falta una mirada honesta y una idea nítida. La escala mínima democratiza la entrada: una cámara profesional, una semiprofesional o un teléfono bastan si hay propósito. Lo que importa no es la lista de equipos, sino el derecho a contar. Y ese derecho se ejerce aquí como práctica social: decir para existir, contar para conectar, denunciar para transformar, convocar para encontrarse.

En este horizonte, la universidad que aloja y acompaña este movimiento cumple veinte años. La UAM Cuajimalpa —casa abierta al tiempo— ha hecho de la conversación su método. Dos décadas de enseñanza, crítica y creación sostienen el terreno donde la pantalla breve florece. No es casual que, en ese cruce entre campus y ciudad, el festival haya madurado como espacio de memoria y de vínculo. Estudiantes, vecinas, familias, creadores de aquí y de otros lugares han ido dejando marcas que hoy orientan: quienes debutaron vuelven como cómplices; quienes miraron ahora filman; quienes filmaron invitan a mirar distinto. La continuidad también es una huella.

Conviene insistir: no se trata de contar por contar. En un país saturado de ruidos simultáneos, la palabra necesita forma para circular. Una película de un minuto puede ser un grito afinado o un susurro necesario; una prueba de que algo ocurre o un abrazo que evita la caída. Puede desmontar el morbo y convertirlo en argumento; puede tomar la risa y devolverla como energía para seguir; puede mirar con respeto oficios que suelen ser tratados con desprecio; puede acompañar búsquedas que no admiten descanso; puede abrir lugar para historias que, al nombrarse, empiezan a repararse. Lo breve no precariza la mirada: la disciplina.

Si hay una promesa que el cineminuto cumple una y otra vez, es esta: cualquiera puede convertirse en cineasta sin pedir permisos imposibles. Con una idea clara, un plan austero y el tiempo de un semáforo en rojo —o de un abrazo largo, o del estribillo que regresa—, cabe una historia entera. No toda: la tuya, con la precisión suficiente para tocar a otra persona. Y al tocarla, convocarla. De eso tratan las escenas con las que abrimos: la mujer y sus fotos, los amantes en penumbra, el elevador que desnuda, el monstruo fotógrafo, el timbre sin respuesta, la madre incansable, el Metro que late. Ya forman parte de un archivo vivo que prueba lo evidente: cuando la comunidad narra, la sociedad aparece.

Seguir contándolas —y sumar otras— no es llenar una cartelera: es hacer sociedad con imágenes y palabras. Porque decir es existir; denunciar, abrir espacio; convocar, construir lo común. El tema Huellas llama a preguntarnos qué rastro queremos dejar y cuál estamos dispuestos a seguir. Llama a revisar el álbum de la ciudad y también a agregarle páginas. Llama a imaginar, pero sobre todo a filmar.

Así que volvamos al principio, a esa mesa despejada donde una cámara espera. Tal vez el primer plano sea una foto que respira polvo y plata; tal vez una mano que tiembla antes de marcar un número; tal vez un silbido en el andén; tal vez una risa que interrumpe el miedo. Lo importante no es la etiqueta —ficción, documental o animación—, sino la verdad que encuadra. Si la idea te ha acompañado tanto tiempo, es porque pide salir. Y si el mundo a veces parece demasiado grande para una sola voz, un minuto puede ser lo bastante nítido para que esa voz se escuche.

* Dr. Carlos Saldaña Ramírez, director del Festival Internacional de Cineminuto

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