
El 20 de noviembre, Día Internacional de la Filosofía, ofrece cada año la oportunidad de pensar no tanto por qué la filosofía sigue siendo necesaria, sino cómo lo es hoy. Los tiempos de la filosofía han cambiado. No porque se haya vuelto menos rigurosa —la verdadera filosofía nunca deja de serlo—, sino porque el mundo le exige ahora una forma adicional de presencia.
A lo largo de la historia, muchos filósofos fueron, antes que nada, divulgadores: escribían para su tiempo, buscaban hacerse oír más allá de los círculos académicos. Lo que hoy cambia no es esa vocación pública, sino las condiciones que la hacen posible. En un mundo saturado de información (y desinformación), donde el ruido amenaza con ocupar el lugar del pensamiento, el reto de la filosofía es hacerse escuchar sin traicionarse. En medio de la velocidad, de la exposición constante y de la abundancia de discursos, se trata de preservar un espacio donde las palabras recuperen peso y las ideas respiren.
Esa tensión entre el rigor y la necesidad de comunicación ha acompañado siempre al pensamiento filosófico. Seguramente muchos autores la han formulado de distintos modos, pero hay dos que me vienen a la mente por la claridad con que la sostuvieron: Max Weber y Jürgen Habermas.
Weber, en La ciencia como vocación, advirtió que la vida del espíritu moderno se define por la especialización, por la necesidad de trabajar dentro de límites estrechos de una disciplina. Pero también afirmó que quien enseña o investiga debe hacerlo movido por una vocación —una llamada que une el rigor con la responsabilidad. Esa tensión, inevitable, sigue siendo la nuestra: sin constancia ni tiempo no hay pensamiento serio; no obstante, si el pensamiento se encierra en sí mismo, pierde su fuerza formativa.
Habermas, por su parte, prolongó esa misma inquietud en un registro distinto. Para él, la razón sólo cumple su tarea cuando se abre al diálogo, cuando pone a prueba su pretensión de validez en el espacio público. La filosofía, desde esa perspectiva, no es una torre ni una tribuna, sino un ejercicio de comunicación que mantiene viva la posibilidad del entendimiento entre diferentes mundos y personas.
Esa doble exigencia no es sencilla. Muchos de nosotros —yo incluida— hemos dejado en ciertos momentos las clases o la divulgación en segundo plano. No por desdén, sino porque, cuando el tiempo escasea, parecen lo primero que puede aplazarse. Pero los años muestran que el riesgo de perder ese contacto es que el pensamiento se vuelve menos atento, menos permeable a lo que ocurre en el mundo. En cambio, enseñar o transmitir obliga a repensar, a precisar, a mantener abierta la conversación entre generaciones. No se trata de elegir entre erudición o divulgación, sino de una misma tarea vista desde distintos tiempos del pensamiento.
La filosofía que el mundo necesita hoy no es una que renuncie al rigor, sino una que lo habite con generosidad. Una filosofía que conserve su lenguaje preciso y su espíritu crítico, pero que también reconozca que su tarea se extiende en muchas direcciones: en la investigación paciente, en la enseñanza, en la conversación pública. El reto es sostenerlas todas, no como un ideal imposible, sino como un esfuerzo constante por mantener la densidad del pensamiento en un tiempo que tiende a diluirlo.
Pensar, enseñar, escribir, escuchar: son modos distintos de una misma vocación. Séneca decía que nada nos hace tanto bien como dar a otros lo que aprendemos; quizás por eso la filosofía, cuando se transmite, no se simplifica, sino que se prueba.