
El jazz no celebra solamente un género musical: celebra una forma de estar en el mundo. Cada 30 de abril, en el Día Internacional del Jazz, no se nos ofrece solo una conmemoración sonora, sino también una invitación —discreta, insistente— a pensar desde otro lugar. Hay modos de crear —y con ello, de vivir— que no parten de la planificación ni del control, sino de la escucha, la respuesta y el riesgo. En ese horizonte, la improvisación no es un adorno ni un gesto superficial, sino el núcleo mismo de lo que significa tocar. Y quizá también, de lo que significa vivir sin saber del todo cómo.
No soy una experta en jazz. No podría trazar su historia ni distinguir con propiedad sus estilos. Pero me conmueve profundamente escuchar a Keith Jarrett, y en particular ese concierto irrepetible que dio en Colonia en 1975: The Köln Concert. Me conmueve su modo de buscar, de equivocarse, de insistir. Me conmueve que no toque desde la certidumbre, sino desde el asombro.En sus conciertos improvisados, el piano no es instrumento de ejecución, sino de exploración.
Jarrett sube al escenario sin partitura, sin saber qué va a tocar. Se sienta, respira, espera. Y entonces, poco a poco, comienza. Cada nota parece inevitable y, al mismo tiempo, podría haber sido otra. Todo es incierto. Todo es verdadero. Lo que suena es el registro de una decisión tomada en el umbral de lo desconocido.Esa forma de tocar no es una renuncia a la verdad: es una forma distinta de buscarla. No desde la afirmación impositiva ni desde la anticipación total, sino desde una apertura rigurosa, ética, que se atreve a no saber, pero que no se entrega al capricho.
Jarrett no se impone sobre el instrumento ni sobre el momento: se entrega a ellos. No se trata de exhibir control, sino de habitar la exposición. De estar en lo que ocurre sin saber a dónde lleva. Y ese modo de estar —atento, frágil, abierto— desafía una lógica muy extendida en nuestra época: la de quienes creen que todo debe ser anticipado, calculado, asegurado.
Como escribió Adorno en Minima Moralia, la vida verdaderamente vivida no se rige por la lógica del provecho. Es decir: no todo debe servir para algo, ni ser útil, ni ofrecer garantías. Algunas formas de verdad —como la que brota en la improvisación— solo existen cuando no se las intenta capturar ni reducir a resultados.
Esto no es relativismo. Porque la verdad no desaparece cuando se deja de controlar: simplemente cambia de forma. No hay improvisación sin escucha, sin responsabilidad, sin límites. Improvisar no es lo contrario de pensar, sino otra manera de hacerlo: una que sostiene la complejidad, que no simplifica lo real para dominarlo, sino que se deja afectar por él.
La muerte, por ejemplo, no puede ser planificada ni reducida a una lógica de control. Nadie puede vivirla en nombre de otro. No admite fórmulas ni eficiencia. Pero su certeza absoluta no impide que sea también radicalmente incierta en su cuándo, su cómo, su sentido. Y sin embargo, no es relativa. Está ahí, como una verdad irrenunciable.
Tal vez por eso, en los momentos más frágiles —cuando el cuerpo se vuelve vulnerable o cuando algo en nosotras cambia sin retorno— improvisar se vuelve necesario: no como negación de la verdad, sino como forma de habitarla con honestidad.Vivimos rodeados de exigencias de eficiencia, de resultados, de control. Se nos enseña a pensar que saber es poder, que lo útil vale más que lo verdadero, que lo frágil es un error a corregir.
En ese marco, la improvisación no tiene cabida: se la ve como ruido, error, pérdida de tiempo. Pero improvisar es una práctica rigurosa, sensible, atenta. Es pensar con el cuerpo, con el oído, con el corazón.
Es reconocer que a veces la única forma de verdad posible es la que se construye paso a paso, nota a nota, sin mapa.Hay momentos en los que no buscamos explicaciones, sino algo que nos mantenga abiertas. Que no cierre. Que no nos retire del mundo. En esos momentos, la improvisación no es un capricho: es una forma de resistencia íntima. Una manera de seguir en contacto con lo frágil sin intentar resolverlo.
De dejar que el mundo nos toque, sin pedirle que se justifique.Improvisar no es solo un modo de tocar: es un modo de vivir cuando la vida —como la muerte— no se deja anticipar. Y quizá por eso importe tanto: porque en un tiempo obsesionado con el control, la improvisación recuerda que no todo lo valioso puede planearse. Que hay formas de verdad que solo se revelan cuando una se atreve a no saber del todo lo que viene después.
Subdirectora del Instituto de Humanidades de la Universidad Panamericana y Profesora investigadora