
A lo largo de la historia de la humanidad, han desaparecido una serie de edificios o monumentos que marcaron la arquitectura por diversas razones, y, aun cuando algunos se podían reconstruir, existe el convencimiento de que “no toda vale la pena conservarla”, aseveró Felipe Leal, miembro de El Colegio Nacional, durante la mesa “Arquitectura desaparecida”, organizada como parte del ciclo Otras arquitecturas.
“Demolidas es la forma en que han terminado muchas obras maestras de la arquitectura a nivel universal”, enfatizó el colegiado, en buena parte debido a situaciones extremas, ya sea de carácter fortuito o voluntario, naturales o artificiales, que han provocado la destrucción de una arquitectura de forma imprevisible: “Entre estas causas podemos mencionar a los terremotos, los huracanes, los ciclones, las tormentas, las inundaciones, las guerras, el terrorismo, los incendios, la estulticia, la injuria y el desconocimiento, entre otros factores”.
Dijo que se suman a estas causas “la especulación del suelo, la falta de sensibilidad en las autoridades o la ausencia de imaginación para dar un nuevo uso o una nueva función o vida a un edificio. Hay muchísimos sitios que quedaron obsoletos y no se les ha encontrado una forma de mantener esa estructura para darles un nuevo uso, y absurdamente son demolidos”.
De cierto modo, el abandono también contribuye a su desaparición. Esto también ha sido una estrategia por parte de algunos propietarios insensibles o especuladores que dejan precisamente que los edificios se vayan colapsando, lo cual ha sucedido mucho en el Centro de la Ciudad de México y en muchos centros históricos de nuestro país, alertó Felipe Leal.
“Los edificios son organismos vivos. Esto hay que aclararlo: se cree que los edificios, por los materiales con que están construidos, no respiran o no se fatigan, ni reciben humedades o resequedad. En realidad, son organismos vivos; la resequedad genera graves deterioros, sobre un edificio, las humedades son más conocidas por nosotros, pero el abandono es lo peor: como cualquier organismo vivo, si nosotros no nos movemos y no estamos activos, pues un edificio precisamente va perdiendo vida, por lo tanto, requieren de mantenimiento para continuar desarrollando sus funciones, como nosotros mismos que necesitamos restaurarnos”.
Por el otro lado, hay ciertos edificios que lograron ser recuperados. Un ejemplo notorio de la reconstrucción de algo desaparecido es el del pabellón alemán diseñado para la exposición internacional de Barcelona, en 1929, que, a pesar de ser destruido en su totalidad, o retirado del recinto ferial, logró recuperar su esplendor a finales del siglo XX, y hoy lo podamos contemplar.
Sin embargo, Felipe Leal reconoció que no siempre las reconstrucciones de los edificios son afortunadas. “En ocasiones, las reformas son tan poco sensibles que resultan un disparate y prácticamente los destruyen”.
“Cuántas veces hemos visto que quedó derruido un edificio, por diversas razones, y se apunta a su reconstrucción, pero lo que vemos es que lo volvieron a destruir, involuntaria o voluntariamente por falta de talento y sensibilidad. Pero también el terrorismo y las guerras han tenido y tienen un impacto devastador en el patrimonio cultural.
La destrucción de estos monumentos no sólo representa una pérdida irreparable de la historia y la cultura, sino que también tiene un impacto significativo en la identidad y la memoria de las comunidades afectadas, pues todos los edificios generan identidades y nos identifican a las comunidades humanas”.
Por esa razón, la mayoría de los patrimonios de la humanidad en peligro están en países en conflicto. Lo vemos ahora en Oriente Medio, donde se suman pérdidas materiales que serán irrecuperables. Hay sitios con potenciales declaratorias de patrimonio de la humanidad que han sido destruidos o aceptados a lo largo de estos siglos, aunque cabe aclarar que “lo más doloroso de todo esto, antes que cualquier patrimonio, es la vida misma, la pérdida de seres humanos”, en palabras de Felipe Leal.
La protección de esa memoria
Axel Arañó, fundador y director desde 2004 del despacho Taller, dedicado a la realización de proyectos e investigación arquitectónica, hizo un viaje por la historia y la geografía mundial a través de ciertas obras emblemáticas para tratar de poner en la mesa de reflexión por qué rememoramos algunos edificios perdidos para el público, para arquitectos o para cierto grupo religioso, entre otros.
“Lo importante es saber cuáles son los valores que buscamos o las características de aquellas obras que queremos conservar hoy en día”, mediante el recorrido de obras que se encuentran en el imaginario colectivo, como el gran Faro de Alejandría, una reconstrucción hipotética, pero existen sus cimientos como un alarde tecnológico de ese momento, o la biblioteca de Alejandría que, más allá de sus valores estéticos o arquitectónicos, “tiene un valor en la cultura muy importante”.
En ese contexto se encuentra el Coloso de Rodas, que se destruyó en un temblor; el templo del rey Salomón, cuyos cimientos supuestamente son los de un sitio muy importante para la comunidad judía en Jerusalén, como el Muro de las lamentaciones. Otro caso, no vinculado con la arquitectura, sino con la ingeniería, podría ser el artificio de Juanelo, una serie de torres mecánicas que subían agua a más de 100 metros hasta Toledo desde el río Tajo y, “a través de un sistema vasculante iba subiendo de una charola a otra el agua y llegaba hasta allá arriba”, recordó Axel Arañó durante su charla.
Un edificio muy importante que se construyó para la Feria Internacional en Londres, en 1851, fue un edificio que tenía más de 560 metros de largo, con una estructura armable, de hierro fundido, que se desarmó y se armó en otro lugar y, después en un incendio, se perdió este gran edificio en Nueva York, donde hoy día se erige la Estación Central, pero un tiempo también estuvo la estación Pensilvania, con un “gran vestíbulo, pétreo y en los andenes, unas estructuras de hierro fundido”.
“Fue una gran polémica la destrucción de este edificio y, a partir de eso, en 1963, se fundó una sociedad para preservar edificios históricos en Nueva York: debido a la pérdida del edificio, la sociedad civil se organizó y hoy en día hay un estricto de código y reglamento sobre preservar el patrimonio histórico en Nueva York y la demolición de este edificio lo detonó”, agregó Arañó.
En la mesa también participó la cronista Ángeles González Gamio, quien reconoció que la historia de la Ciudad de México está llena de “desapariciones y apariciones”, desde que era Tenochtitlan, esa ciudad impresionante que estaba en su apogeo cuando llegaron los españoles y que después de la conquista, tras el sitio de la ciudad que duró 90 días y quedó “completamente destruida y devastada: en ruinas”.
La cronista comentó que tardaron “años en limpiar los escombros, sacar los muertos y se empezó construir la ciudad. Se comienza a trazar, aunque en realidad ya la tenía Tenochtitlan, nada más se copió”; pero sí se levantó una ciudad en medio de un lago, con calles de agua, “tenía algunas calzadas a su lado, pero eran muy pocas”, lo que terminó por estorbar a los españoles, quienes querían calles para sus carruajes, para sus caballos, para caminar”.
Para ello empezaron a secar las acequias, estudiaron las obras hidráulicas extraordinarias que habían hecho los mexicas, como un dique diseñado por el rey de Texcoco, conformado por una serie de compuertas para controlar el agua y “esas las vi cuando estaba al frente del Consejo de la Crónica, en 1992, año en que se hizo una intervención al drenaje del Centro Histórico y en Venustiano Carranza esquina con San Juan de Letrán (actual Eje Central Lázaro Cárdenas), apareció la entrada de la acequia real”.
González Gamio comentó que “al dar la vuelta por lo que ahora sería Bolívar y bajar por 16 de septiembre, aparecieron unos pilotes enormes, en perfecto estado, pero los arquitectos no sabían de qué se trataba, hasta que se supo que había algún tipo de compuerta para controlar las inundaciones; muchos españoles no tenían idea de qué significaba esa construcción y padecieron tremendas inundaciones”.
Juan José Kochen, arquitecto y maestro en Análisis, Teoría e Historia de la Arquitectura en la UNAM, planteó una historia para que pensemos en la reconciliación del paisaje a partir de dos elementos que son resistencias permanentes en esta ciudad, el agua y el fuego; se trata de dos constantes que, como binomio dual, si bien representan a la vida, a la fertilidad, al mismo tiempo se pueden convertir en inundación y en catástrofe, en el caso del agua, mientras el fuego, aun cuando es calor, un espacio habitable, cómodo que también da vida se vuelve conflicto, desastre, como incendio.
Debemos entender que vivimos en una ciudad, como lo dice Octavio Paz, entre el agua y el fuego: si bien la consecuencia de estas dos cualidades son la arquitectura que ya hemos visto, se vuelve relevante entenderlo desde la lógica de los cimientos de las construcciones, lo que ahora vemos hundido o permanece constantemente hacia abajo es la arquitectura construida, lo que vemos que ahora sube, emerge y flota es la que no tiene una cimentación profunda con el territorio.
Desde su perspectiva, habría que pensar las ciudades en torno a programas arquitectónicos, espacios, geográficos y tiempos históricos de manera permanente; incluso, más allá de la arquitectura, para lo cual, como suele pedirle a sus alumnos, lo primero es ir a Tlatelolco para entenderla, “es el único lugar de la ciudad donde puedes ver en el mismo espacio físico un programa arquitectónico prehispánico, virreinal, moderno y contemporáneo, con distintos tiempos, mismo espacio geográfico, diferentes arquitectos, movimientos sociales, situaciones complejas y lo que es el país retratado en un momento más allá de la lógica de la dualidad Tenochtitlan-Tlatelolco”.