Cultura

La directora Julieta Casavantes transforma el dolor de las familias de personas desaparecidas en una obra escénica que va más allá del espectáculo

Después de las ausencias: Julieta Casavantes presenta su nueva obra de teatro documental

El Foro La Gruta respira un aire cargado de silencios. La ciudad continúa su prisa, indiferente a los números que ya no conmueven: miles de desaparecidos, fosas clandestinas que se multiplican, historias que se desvanecen en comunicados oficiales y redes sociales. Adentro, la disposición de las sillas y la penumbra de los focos anticipan que el teatro no es un simple espectáculo. Esta obra tiene la intención de doler, de remover conciencias, de confrontar una ausencia que no tiene caducidad.

Después de las ausencias (Cortesía)

La creación de Después de las ausencias surgió de un primer encuentro con el dolor en 2015, cuando la directora, Julieta Casavantes, entonces estudiante de maestría, realizó una obra llamada Ausencia. Esa pieza era abstracta, con máscaras y ciertos elementos de teatro documental, pero lo más relevante fue el contacto directo con los testimonios de las familias de personas desaparecidas. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que el teatro podía y debía ser un espacio para dar voz a quienes la sociedad prefería ignorar.

La obra se centra en un caso paradigmático: Antonio Reynoso, conocido como Toño, joven de 23 años que desapareció durante un operativo policial irregular en Tlaquepaque, Jalisco, el 30 de agosto de 2013, coincidencia dolorosa con el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. Este hecho, que marcó la línea narrativa de la obra, permitió mostrar también otras voces de madres buscadoras y líderes de colectivos que, a diario, enfrentan la incertidumbre y la violencia institucional. La ausencia de Toño se presentó no como una historia aislada, sino como símbolo de miles de casos similares que atraviesan el país.

El proceso creativo implicó grabar largas horas de entrevistas, seleccionar testimonios que fueran veraces y potentes, y sintetizar la información sin traicionar los hechos. Cada palabra debía ser cuidada, cada relato manejado con respeto, evitando revictimizar a quienes ya habían sufrido lo inimaginable. La violencia que se representa no se limita al hecho de la desaparición: se extiende en la indiferencia burocrática, la lentitud de las instituciones, el cinismo de quienes deberían acompañar y la normalización del maltrato hacia las familias.

El teatro documental, en este sentido, se convirtió en un instrumento para dar luces a la crisis humanitaria desde una perspectiva que no se reduce a estadísticas. La obra busca despertar preguntas en el público, sacarlo de la pasividad frente a la violencia cotidiana. Expone la necesidad de reflexionar sobre la responsabilidad colectiva, sobre la relación entre ciudadanos y víctimas, sobre la indiferencia que permite que estas tragedias sigan ocurriendo.

Uno de los elementos más potentes de la obra es la exploración de la herida espiritual que dejan las desapariciones. Las familias no pueden realizar ritos de despedida, no hay funerales, velorios ni ceremonias que permitan cerrar el duelo. Esta imposibilidad trasciende lo individual y se convierte en una herida social profunda. Desde tiempos ancestrales, los humanos y otras especies han enterrado a sus muertos; no hacerlo priva a la sociedad de una necesidad mística fundamental. La incertidumbre, la imposibilidad de procesar la pérdida y la constante angustia se convierten en un peso que atraviesa generaciones y deja cicatrices indelebles.

El montaje, además, sirve como recordatorio de que la desaparición forzada no es un castigo accidental ni una consecuencia de acciones previas de la víctima. La mayoría de los casos —aproximadamente un 80%— no está relacionada con conductas del desaparecido. La obra enseña que el castigo no debe recaer sobre las familias ni perpetuar el sufrimiento de quienes solo buscan justicia. A través de la narración escénica, se ofrece al público herramientas para acompañar, comprender y actuar como sociedad civil frente a estas tragedias.

La obra no se limita a mostrar el dolor; también refleja la posibilidad de organización y resistencia. Inspirada en modelos como el Teatro del Oprimido de Augusto Boal, Después de las ausencias demuestra que el arte puede generar presión social y política, movilizar a comunidades y evidenciar la responsabilidad de las instituciones. El teatro aquí no es un acto pasivo: es un llamado a la acción, un espacio para transformar la indignación en conciencia y compromiso.

Cada detalle del montaje —la iluminación que simula la incertidumbre, el vestuario que habla de ausencia y memoria, la música que subraya la tensión contenida— está pensado para que el público no solo observe, sino que sienta el peso de la realidad. La obra se presenta como un mosaico documental: de lo personal a lo colectivo, de la pérdida íntima al cuestionamiento de toda una sociedad que tolera la impunidad.

Después de las ausencias es, en última instancia, una obra que desafía a quienes la presencian. Recordar a Toño y a los miles de desaparecidos en México, confrontar la indiferencia institucional y reflexionar sobre lo que podemos hacer como individuos y sociedad, se vuelve un acto de humanidad. La pieza demuestra que el teatro puede ser más que un espacio de entretenimiento: puede ser un espejo que nos obliga a mirarnos y un catalizador para que la empatía y la acción se conviertan en respuesta frente a la tragedia.

En un país donde los desaparecidos se cuentan por miles y los responsables raramente enfrentan consecuencias, la obra ofrece un respiro: un espacio donde el dolor se transforma en memoria, conciencia y, quizá, en cambio.

Cartel oficial (Cortesía)

En el Foro La Gruta el público se enfrentará a la ausencia los próximos 30 y 31 de agosto, no como un concepto abstracto, sino como una realidad que nos involucra a todos, recordándonos que la indiferencia también desaparece.

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