
En México, muchas iniciativas culturales suelen tener la vida efímera de las administraciones que las financian. Cada sexenio erige su propio aparato, crea un emblema nuevo y, con frecuencia, entierra los proyectos heredados. En medio de ese vértigo transexenal, el Foro Internacional de Música Nueva Manuel Enríquez (FIMNME) ha conseguido lo impensable: resistir. Nacido hace casi cincuenta años como un acto de fe en la posibilidad de que México formara parte de la vanguardia musical internacional, el Foro ha atravesado gobiernos, recortes y crisis, y aún así ha llegado hasta nuestros días.
Este octubre (del 15 al 31), el Foro volverá a la Ciudad de México y a varios Estados de la República. Es difícil saber cuántos alumnos de Composición se gradúan cada año en el país y todavía más difícil calcular cuántos logran consolidar una carrera profesional. Aun así, la escena está viva: este año se recibieron más de trescientas partituras, de las cuales unas cien conformarán el programa final. El dato es revelador: demuestra la vitalidad de la creación musical en México, pero también la imposibilidad de condensarla en un solo festival, que además nos ofrece un panorama internacional de la creación sonora. Pretender que un evento de quince días abarque la multiplicidad de voces, estéticas y geografías mexicanas e internacionales es condenarlo a ser una olla de presión, siempre a punto de estallar.
La carencia real está en otra parte. Hagámonos un favor: revisemos las programaciones de nuestras orquestas, óperas, salas de concierto y radiodifusoras públicas, y preguntémonos si incluyen música de compositores contemporáneos mexicanos. La respuesta suele ser dolorosa. El problema no es que el Foro no abarque el todo, sino que las instituciones no asumen la obligación de programar música nueva con la regularidad que exige un país dinámico y plural.
Aquí es necesario volver a los orígenes. Manuel Enríquez fue un compositor pragmático y visionario: supo reconocer los límites de su proyecto, pero insistió en imprimirle un sello, una identidad. Su propuesta fue simple y radical: otorgar un lugar a la música de vanguardia mexicana desde el aparato cultural del Estado. Ese gesto inaugural —tan improbable entonces— hoy se ha vuelto indispensable.
Pero el México de 2025 no es el mismo que el de 1979. Hoy somos más y estamos más interconectados. Las redes sociales, la circulación digital y el acceso global han transformado nuestras estéticas. El interés en la creación artística es mayor, pero ese dinamismo no se refleja en las programaciones oficiales. Seguimos dependiendo de una cita anual en lugar de construir un entramado musical estable.
La teoría de Jazmín Beirak Ulanosky en Cultura ingobernable lo explica: la cultura, por más que se intente, nunca se gobierna del todo. Desborda, resiste, sobrevive incluso cuando el presupuesto se reduce o la política cambia. El Foro encarna ese dilema: cómo mantener viva una iniciativa que atraviesa sexenios sin renunciar a su impulso creador.
Pero aún hay algo más: la cultura (y la cultura musical en específico) es un derecho. En México solemos renunciar a ese derecho con desconcertante facilidad, quizá porque ni siquiera somos conscientes de él. Igual que la educación o la salud, la cultura corre el riesgo de privatizarse o precarizarse hasta hacernos olvidar que alguna vez fue un bien común. Hoy, creadores y gestores se ven obligados a justificar su trabajo en función del impacto económico que genera, no de su valor ciudadano. Mientras tanto, la mayoría permanece indiferente.
El Foro es, en este contexto, símbolo y advertencia. Símbolo porque demuestra que la música contemporánea mexicana existe, resiste y busca su espacio. Advertencia porque no puede seguir siendo el único escenario donde esa vitalidad se manifieste. Cada Estado, cada orquesta, cada sala de ópera debe asumir la responsabilidad de programar música de compositores vivos. Solo entonces ejerceremos de verdad el derecho cultural que nos corresponde.
Desde mi adolescencia, a principios de los años noventa, tuve la fortuna de escuchar por primera vez mi música en el Foro de Música Nueva. Aquellos conciertos iniciales fueron decisivos: me impulsaron a seguir la carrera que hoy ejerzo. Este año, en cambio, me correspondió vivirlo desde otra perspectiva: la del jurado. En ese proceso pude constatar la vitalidad de la música nueva en México, la urgencia de su difusión y el deseo de exploración de muchas compositoras y compositores jóvenes. Hoy, 47 años después de su formación, el Foro Manuel Enríquez sigue siendo lo que fue desde el inicio: un acto de fe. Fe en que la música contemporánea merece ser escuchada. Fe en que la cultura, ingobernable por definición, sobrevivirá a pesar de todo. Fe en que el derecho a la creación no puede seguir siendo un lujo que mendigamos una vez al año, sino una práctica cotidiana de nuestra vida democrática.