Cultura

Antonio Ortuño novela el fin de la inocencia en los jóvenes de los 90

Entrevista * Para mucha gente, esa década fue un despertar. Intentamos abrir los ojos pero nos dimos cuenta con los años que estamos en una necropolítica: quien tiene poder lo demuestra mediante la violencia.

El rastro de Antonio
El rastro de Antonio El rastro de Antonio (La Crónica de Hoy)

En su reciente libro, Antonio Ortuño recupera la época de los años 90 del siglo pasado, cuando los jóvenes perdieron la inocencia y cuando los horrores de la violencia empezaron a girar en un complejo engranaje que hoy se ha acrecentado. En El rastro, el autor jalisciense narra desde la voz de Luis, la historia del secuestro de Paulo, un joven preparatoriano que vive en el ficticio municipio de Casas Chicas.

“Si existiera Casas Chicas, estaría situado en un punto intermedio entre Sinaloa y Sonora. Ahí desarrollé una historia de aventuras pero no quería que sucediera en el aire o en Narnia, sino en un contexto específico. Quise recuperar los años 90, cuando (los jóvenes) vivíamos muchos horrores que se han seguido reproduciendo y que han crecido exponencialmente en el país”, comenta.

Algunas de las experiencias que influyeron para que escribiera esta novela, sucedieron durante la adolescencia cuando uno de sus compañeros de la preparatoria fue secuestrado y cuando uno de sus vecinos disparó a tres policías.

“Me tardé más de 20 años en hacer el libro. La idea de una novela que tuviera estos elementos se me ocurrió a mis 18 años y ahora estoy por cumplir 40. En aquella época empezaba a tantear con la escritura pero no tuve la capacidad de escribir un libro. Es un proyecto cuyas raíces están en mi propia juventud, muchas de las ideas fundamentales se me ocurrieron entonces: el secuestro de gatos y el personaje “Ojo de Vidrio” porque sí tuve un vecino con un ojo de vidrio que se tiroteó con la policía, mató a tres policías debajo de la ventana donde yo dormía abrazado a mi gato y ése es uno de los recuerdos más inquietantes de mi juventud”, platica.

Parte de estos sucesos, Ortuño los revive en el personaje de Luis, quien después de treinta años narra su versión de cómo fue secuestrado por buscar a su amigo Paulo, quien desapareció unos días antes de celebrarse el Año Nuevo, y de cómo ese secuestro dio continuidad a la historia con Sofía, el amor imposible de Luis y que de niño, lo animó a encarar al secuestrador de sus gatos.

—Mencionas que el pasado perdura ¿cuál es la permanencia de los 90?

—En los 90 era fácil percibir la falta de incapacidad institucional para enfrentar la violencia, yo me sentía más amenazado por los policías que por los ladrones, recuerdo que los policías nos paraban en la preparatoria, nos pedían dinero y a mí me subían por ir rapado y a mis amigos por ir greñudos, eran personajes desagradables, mezquinos. Esa concepción de la inutilidad del poder que en aquel momento con la insolencia propia de la adolescencia empezábamos a ver, terminó revelándose como lo hemos visto en los últimos años: con la convivencia absoluta del poder con el crimen.

“En aquel momento nos parecía que los policías eran incapaces de frenar el crimen y ahora, a los chavos, quizá les sea incapaz distinguir entre policías y criminales. Para mucha gente, los 90 fue un despertar, intentamos abrir los ojos, pero nos dimos cuenta con los años que estamos en una necropolítica: que el que tiene poder lo demuestra matando, sobajando y sometiendo mediante la violencia. Es entender que esa pérdida de inocencia en los 90 fue el inicio de la caída de velos que hoy ensombrece al país”.

—La palabra rastro aparece en la novela cuando los personajes van a la morgue, lugar que comparas con olor y aspecto del matadero de animales…

—La morgue es un cuarto al que continuamente llegan a ver cadáveres, en la historia no es el cadáver de quien buscan, pero está la zozobra doble de las victimas en México de quienes pierden a alguien y que terminan en el camino encontrándose con otros que están perdidos.

“El rastro hace ese juego amargo entre el rastro de lo que se busca, de lo que se persigue, el rastro del desaparecido, el rastro de la matanza, el rastro del lugar donde son conducidas las personas para inmolarlas. Es un rumor amargo, como amargo ha sido la perdida de la inocencia”

“La ironía es un recurso que me gusta y está en muchas de las mejores novelas de aventuras, esta especie de cabo suelto que pongo al final de la historia me permite concebir el mejor elemento de la aventura: que ésta siga. Lo único interesante de la aventura es que sigue y sigue, por eso es apasionante, es como tener un río a lado de la casa y esa sensación de que te puede llevar a cualquier lugar”, señala.

—El error de los personajes ocupa un lugar importante en tu novela ¿por qué?

—No es una historia de detectives en donde el típico detective deductivo al estilo Sherlock Holmes, termina resolviendo el crimen y el orden se restablece. Me interesaba que quedara la idea de que hay secuestros de todo tipo, pero también, como sucede en la novela, están los cuerpos que aparecen y nadie sabe quién son, las mujeres en pie de guerra gritando ¿dónde está mi hijo? y las oficinas cerradas que no escuchan. Entonces ninguno de los problemas que se plantean se resuelven, siguen empeorando, no tiene final.

Otro tema de El rastro, editado por el FCE, es la presencia de la lectura. “La realidad es que me gustaba la idea de rendir un pequeño homenaje a los chavos lectores, además creo que es algo que caza muy bien con el personaje de Luis que es huérfano, retraído, que vive con una tía, que tiene esa opción escapista que tiene la lectura, pero en realidad sus propias lecturas escapistas le dan clave para estar en el mundo y para relacionarse con lo que tiene a su alrededor”.

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