Cultura

Discurso de ingreso de Jaime García Terrés (fragmento)

Con motivo de la celebración del centenario de Jaime García Terrés en El Colegio Nacional y el encuentro que encabezará Christopher Domínguez Michael, la institución nos comparte un fragmento de su discurso de ingreso

el colegio nacional

En la obra poética de Jaime García Terrés conviven la reflexión, la melancolía, el humor y lo trágico.

En la obra poética de Jaime García Terrés conviven la reflexión, la melancolía, el humor y lo trágico.

ECN

En conmemoración del escritor y poeta, el miércoles 8 de mayo a las 18:00 se celebrará la mesa Centenario del natalicio de Jaime García Terrés, coordinada por el colegiado Christopher Domínguez Michael. Compartimos con los lectores de Crónica un fragmento del discurso de ingreso de García Terrés a El Colegio Nacional, el cual fue contestado por Rubén Bonifaz Nuño. García Terrés dedicó su vida al gran anhelo de promover la cultura. Sus obras nos transmiten el compromiso de reflexión mediante estéticas melancólicas, humorísticas y trágicas. 

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…George Orwell, con su admirable franqueza, postulaba cuatro móviles de la escritura: El egoísmo, que al principio se confunde con la vanidad, pero suele cobrar a la larga mayor amplitud; el entusiasmo estético, enfocado en el placer de manejar y armonizar palabras, sonidos, ritmos; el impulso histórico, que se traduce en el deseo de mirar las cosas como son, de averiguar la verdad de los hechos, a fin de fijarlos y almacenarlos para uso de la posteridad; el propósito político, lato sensu, esto es: el afán de modificar el mundo y las ideas del prójimo en torno a la clase de sociedad por la que vale la pena combatir.

[…]

Cuarto y último de los móviles orwellianos: el propósito político. El deseo de empujar al mundo hacia ciertas metas, y de orientar ideológicamente a los demás.

Orwell niega que sea posible una literatura apolítica. La pretensión de un arte apolítico, dictamina, es sólo una de tantas actitudes políticas. ¿Exageraciones? Recuérdese que Orwell considera la política lato sensu. No la confunde, al erigirla en motivo del ejercicio literario, con una ortodoxia determinada, ni con la politiquería. La entiende como deseo de transfigurar el mundo y la sociedad. Y asumida esta premisa creo que no le falta razón cuando recalca su importancia.

Yo no concibo a un escritor, dotado de sensibilidad a la tragedia humana y sabedor del sitio que deberían ocupar en nuestro escenario y en nuestras relaciones mutuas la nobleza, la armonía, y la autenticidad, cualesquiera que sean los conceptos adoptados de estos valores, que no aspire a cambiar la vida y a rescatar al hombre de la textura social que lo oprime. Cierto: tamaña liberación es un propósito difuso. Hay quienes, como T. S. Eliot, como Borges, la identificarán con la nostalgia de un pasado ilusorio. La mayoría, con inevitable variedad de matices y credos específicos, tiende a la esperanza, consciente o no, en una modificación futura de la existencia en común. Cierto: la fe capaz de movernos a la acción y de precisar nuestras posiciones se nos ha vuelto inasible y oscura. El escritor no cesa por ello de insinuar utopías, de formular críticas expresas o tácitas, de vocear protestas más o menos directas, de publicar su verdad. Se interponen a menudo la cobardía, la desazón, el escepticismo. El escritor, a final de cuentas, no escapa a la fragilidad de lo humano. Sea lo que fuere, el espíritu de la escritura permanece.

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Jaime García Terrés.

¿Por cuáles vías se canaliza, y en qué proporción mueve a cada uno, la intención política? Eso es, a no dudarlo, cuestión de temperamento. Algunos la reprimen. Otros la llevan al cabo sin darse cuenta, o a pesar de sí mismos. George Orwell se declara rotundamente un escritor político. Por su inclinación “natural” —nos cuenta—, los primeros tres motivos habrían desplazado en él al cuarto. Pero sus experiencias lo fueron precipitando a la rebeldía. Perteneció al cuerpo de la Policía Imperial en Birmania, y así vio de cerca los recovecos del imperialismo. Luego conoció la pobreza. La guerra civil española, y cuanto a ella vino aparejado, acabó de abrirle los ojos sobre su destino. Decidió —son sus palabras— “hacer de la literatura política un arte”, consagrándose a luchar contra el totalitarismo y en favor del socialismo democrático. Y creo que cumplió como pocos su designio.

Justamente por ello son más interesantes las reservas y distingos que manifestó en este campo. En primer término, incluyó, entre las metas de aquella lucha política, la guerra sin cuartel contra la corrupción del lenguaje propiciada por la política misma. Lo irritaba la fraseología gastada, exánime y mecánica de los partidos, especie de oratoria —definía— que arranca sonidos de la laringe pero nada desprende del cerebro; que defiende lo indefendible, a base de eufemismos, peticiones de principio y ambigüedades. Y lo peor, acotaba, es que si el pensamiento, o su defecto, corrompe al lenguaje, también el lenguaje llega a corromper al pensamiento. Las frases hechas anestesian una buena porción de materia gris.

Orwell no predicaba la corrección gramatical, ni la abstención de neologismos, sino algo más relevante: la necesidad de no dejarse dominar por las palabras, de no esconder tras la verborrea la escasez de significación. Los dialectos políticos del momento —y su momento es aún el nuestro— le parecían urdidos con el fin de que las mentiras sonaran a verdades, el asesinato adquiriese respetabilidad y el viento cobrara una apariencia de solidez.

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Las actividades políticas que el escritor llega a emprender como ciudadano —decía— tampoco deberán esclavizar sus escritos. Y si la contradicción sobreviene entre aquéllas y su responsabilidad literaria, el remedio no consiste en la falsificación de los sentimientos; mejor será callar. El silencio es respetable. Pero cuando escriba, habrá de hacerlo con independencia y honestidad intelectual. Actuará cual guerrillero revoltoso, así se halle en el flanco de un ejército regular. La obra completa de George Orwell atestigua su rechazo a la deshonestidad mental.

En la novela, en el ensayo, en el abundante periodismo, concilia la lealtad a sus convicciones con la visión equilibrada de los hechos. El maniqueísmo lo horrorizaba, por la deliberada (o mitomaníaca) hipocresía que entraña. Militante de izquierda, bregó contra la tiranía y el fraude dondequiera los apreció. Ni las ortodoxias ni los decretos de partido lo encadenaron jamás. Denunció manipulaciones; disolvió espejismos. La tarea no le fue nada fácil. Comprendía que la política actual implica la urgencia de elegir el menor de los males, y que se dan situaciones de las cuales uno no escapa sino conduciéndose como un lunático o como un poseído.

Y retorno a mi punto de partida. ¿Valen la pena tamaños sacrificios por la cultura? No si la anteponemos a la vida, si la convertimos en fetiche supremo. Pero la atmósfera cultural de un pueblo es, entre otras cosas, un termómetro de su salud ética y de su vitalidad, un instrumento para preservar ambas y un arma que alivia y se opone a la injusticia. El que un pueblo muera de hambre supera en gravedad, por supuesto, a todos los problemas literarios. La extinción de la miseria material reclama una atención prioritaria. No obstante, la mera supervivencia no basta. Es preciso encauzar sin tregua el aluvión humano, protegiéndolo de esa otra miseria: los viciados rituales que opacan aquella vida y las mezquindades que la amenazan. Vivir es crear, y crear es expresarse. Un hombre que no se expresa es sólo la mitad de un hombre.

Traductor, editor y ensayista, Jaime García Terrés también fue uno de los más destacados promotores culturales del país.

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ENC

En definitiva, la función social del escritor estriba en su desempeño como escritor: en su contribución a mantener e incrementar la eficiencia del lenguaje, articulación por antonomasia de nuestro universo. Ya Ezra Pound entrevió que el lenguaje es, dentro del cuerpo colectivo, una especie de sistema nervioso, la preservación de cuya energía incumbe a la literatura. Si el sistema nervioso de un animal cesa de transmitir sensaciones y estímulos, el animal se atrofia. Si el lenguaje de una nación pierde eficacia expresiva, si no se fomentan su exactitud y su claridad, la nación decae. Porque el lenguaje sirve de vehículo a la legislación, a la enseñanza, a los mandatos del gobernante y a la voluntad de los gobernados; a nuestra filosofía y a nuestra indignación; al intercambio científico y al buceo de la intimidad. Cuando dicho vehículo se pervierte o se paraliza las consecuencias son incalculables. No es poco honrosa la posibilidad, que tiene el escritor, de colaborar en su buena marcha.

La lengua no es patrimonio de ningún individuo. Detrás de ella operan a tientas innúmeras potestades e invenciones desenvueltas a lo largo de las centurias; hábitos, convenciones, y afectos o prestigios emocionales arraigados en la mente colectiva. Ni la sintaxis ni la gramática son gratuitas; las impone un instinto de economía verbal (o de economía expresiva) que rige a toda comunicación humana. Pero tales limitaciones innegables, antes que maniatar nuestro pensamiento, deberían espolearlo a la creación de nuevas formas y a la galvanización de las existentes. Aprendamos a diferenciar el epíteto del argumento. Burlemos con idioma vivo las trampas prefabricadas. Sólo en la culminación de esta faena recibirá el escritor (incluido el poeta) su recompensa óptima: la virtud de cristalizar, desnudando la suya propia, la riqueza común.

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Rubén Bonifaz Nuño, poeta.