
Primera Parte
1
–Podrías vestirte un poco mejor.
–¿Para qué? No sé qué significa vestirse mejor.
–Vestirse menos mal, quiero decir. Aliñarse. No lastimar los ojos de quienes te miran.
–Tampoco comprendo qué cosa significa vestirse menos mal.
–Si usas ropa adecuada o más formal te despreciarán
menos. Todos juzgan y vomitan apenas te ven, es así…
–Lo harán de todos modos.
–O imagínate que eres como un paisaje… todos merecemos que el paisaje sea lindo, ¿no?
–Tienes razón, pero no puedo hacer nada al respecto.
Ángela Benavente, An-ge-lá, se entrometió a la habitación del hombre de quien, murmuraban en aquel vecindario del barrio de Tacubaya, era sospechoso de cometer ocho o quizás más asesinatos en el lapso aproximado de un mes. Rumores de poca monta… ¿solamente ocho crímenes? Una cifra arbitraria e insignificante que podría incrementarse de acuerdo a la imaginación y al temor de cada habitante de la ciudad. Una manada de gañanes descontrolados, de parias armados podía haberse encargado de realizar fecundos tratos con la muerte, ofrecerle a esta muerte glotona el cuerpo de algunos desgraciados, y así mantenerla complacida.
–Toma tu alimento, ciudad.
–Mmmmm.
–¿Está rica la papa? ¿Llica, llica?
–Mmmmm.
–¿Está rico el ejote? ¿Está llico, chabochón?
–Mmmmm.
Se dibuja a la muerte como a un esqueleto, cuando la pura verdad es que su glotonería carece de límites. ¿Por qué no se le dibuja panzona? En Tacubaya el miedo había perdido el rumbo y podía llegar y hospedarse en la casa de quien menos lo esperaba. La muerte es nada menos que esa espera; mirar a través de la ventana y preguntarse: ¿cuándo la veré acercarse desde el final de la calle? ¿Pero de qué carajos se está hablando aquí? ¿De unos cuantos cadáveres sin conexión alguna? ¿Quiénes? ¿Cómo? Pequeño racimo de dolor en una tierra pródiga de bárbaros y maleantes que no provienen de la izquierda o la derecha política, sino de abajo, más abajo y aún más abajo: minucias, migajas, pildoritas para satisfacer el nerviosismo de la muerte, esa muerte a quien le place dormir con la boca, las piernas y los oídos bien abiertos. La muerte, como se sabe, duerme con la boca abierta para que no se le escape ni siquiera una mosca. A diferencia de lo que sucede en una novela, en cualquier humilde o recatada serie de televisión o película de acción y aventuras “ocho cadáveres” sería considerada una cifra ridícula e ingrata para el ritmo de la necesidad contemporánea. En la pantalla cinematográfica se despachan, como si nada, a cientos de hortalizas humanas y un misil o una ráfaga de metralleta se lleva quebrados a cientos de esqueletos en un solo suspiro. Una tonelada de morcilla no satisface ni a la muerte más humilde. Unas cuantas horas ante la televisión o el cine prueban que allí mueren más personas en un día que las que han perecido físicamente a lo largo de la historia completa de los seres humanos. El ruido de las metralletas y bombas es la música de la fantasía cinematográfica. ¿Son estas palabras una introducción acerca de algo? Espero que no, de lo contrario, habré ya decepcionado a los pocos inocentes que tomaron el libro dotados de buena fe o de alguna esperanza inexplicable.
–Lo primero que hace la gente es mirarte los zapatos. Y los tuyos están gastados –la observación de Angelá incomodaba a Esteban.
–¿Y por qué me miran los zapatos? ¿Por qué ven hacia el suelo? ¿Qué esperan encontrar allí, en el suelo?
–No sé, cómprate un par de zapatos finos. Es más… yo te los compro.
–Si esperan encontrar ratas van a encontrarse ratas. No te preocupes por mí. Imagina tú que mis zapatos son ratas.
Luego de que Ángela Benavente entrara en aquella habitación de la azotea y levantara una tapia en el piso cuya oquedad y telarañas sólo ella y su inquilino, Esteban Arévalo, conocían, encontró una libreta escrita por él. ¡Una libreta en estos tiempos carcomidos por la metástasis digital! ¿Cuándo desaparecerá la última libreta y se llevará consigo su aura de cosa humana? Las tapias formaban el piso de un clóset de pino deteriorado y Ángela había llegado hasta ese cuaderno guiada por una mera intuición mientras revisaba el estado del humilde y algo desolado cuarto de Esteban. ¿Había encontrado Ángela un mensaje cifrado en esas notas? ¿El mensaje del… asesino? Ángela no lo sabía. Tomó el cuaderno con sus dedos esbeltos, desembarazados de joyería y leyó el siguiente texto escrito por medio de una letra desordenada, como si perteneciera a alguien que intentaba recordar palabras que aprendiera en una lejana infancia:
Si algo es absurdo entonces es verdadero. Aprendí esta lección demasiado tarde, pero no me pondré a llorar debido a mi tardanza e ingenuidad. Es posible que jamás haya soltado una lágrima en mi vida, pero que no se me acuse por ello, pues existimos hombres que nacimos secos. Si los hombres quieren salvarse del caos y del desasosiego que los perturba les ofrezco un consejo sencillo de seguir: entren al coño de una mujer, no importa la estatura de ustedes o la de ellas, ni su color de piel, dieta o educación, o si usan iPhone, Instagram o palomas mensajeras para comunicarse. ¡Eso no tiene ninguna jodida importancia! Adéntrense en ese coño a la voz de ¡ya! antes de que sea demasiado tarde y se presente un idiota preñado de poder a terminar de joder las vidas de las señoritas. Y una vez que den el paso y penetren esa hermosa oquedad no se les ocurra salir de allí jamás, mulas pretenciosas, estúpidos servidores del algoritmo y de la definición exacta, bastardos a priori, bestias enredadas en su propio pito. Entren y reposen en la cavidad tibia hasta que finalmente se percaten de que, fuera o más allá de esa madriguera, absolutamente todo es absurdo y que por ello mismo uno debe tomarse la vida con calma y resignación. Cuando me percaté de que durante el transcurso de la vida el absurdo es lo único que contiene algún sentido me encontré de pronto frente a una tranquilidad inesperada; no hay fortuna más grande en este mundo que la tranquilidad de los muertos. La tranquilidad y sosiego de los cadáveres inspira confianza, vida, deseos de viajar inclusive. Fue demasiado tarde, lo sé, pero uno también puede disfrutar de las migajas y las sobras como si fueran un banquete fenomenal. El paraíso a donde yo me dirijo está empedrado de migajas. Sobre ellas caminaré.
Esteban Arévalo: el hombre mal vestido.
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