Cultura

El largo instante del incendio. Ensayo biográfico sobre José Vasconcelos

Compartimos con los lectores de Crónica un adelanto del ensayo biográfico de José Vasconcelos, volumen que se presentará en la edición 45 de la FIL Minería. En este volumen, Rafael Mondragón Velázquez analiza momentos culminantes en la vida del autor de La raza cósmica: su adolescencia, su participación en la fundación de la SEP y su candidatura presidencial en 1929; además, reflexiona sobre por qué Vasconcelos es uno de los escritores que más duelen en la república de las letras mexicanas

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José Vasconcelos.

José Vasconcelos.

     (Fragmento)

Dentro de la literatura mexicana, José Vasconcelos es uno de los escritores que más duelen. (…) Demasiadas promesas, pero también fracasos. Sueños hermosos y traiciones insoportables heredadas en los gestos de traidores del futuro. La promesa de una ética basada en la alegría de vivir, pero también la pregunta de qué hacemos con el resentimiento en los momentos en que la vida nos lastima. Qué hacemos cuando los grandes proyectos de transformación social son detenidos por la violencia organizada de las élites y por la inercia de algunos grupos populares acostumbrados a vivir en servidumbre voluntaria. La pregunta de qué hacemos con nosotros mismos y nuestra implicación en el fracaso: cómo cambiamos de posición. Cómo reconstruimos la felicidad en medio de la desgracia colectiva de un país. Qué hacemos con esas narrativas redentoras, con sus mártires, sus mesías y sus judas, que comenzamos a contar para hallarle un sentido a la desgracia y que terminan convirtiéndose en cárceles donde se incuba el fascismo social. Ése es el tema de los últimos años de la vida de Vasconcelos, pero también del tiempo en que escribí el presente libro.

Hoy casi nadie se atrevería a llamarse a sí mismo vasconcelista, pero la figura y las actitudes de Vasconcelos están más vivas que nunca: retornan silenciosamente como la herencia reprimida de un pueblo que aún no ha sabido qué hacer con sus grandes problemas: la desigualdad, el racismo, la violencia, el autoritarismo, la corrupción. Retorna en lo peor de nosotros, pero también en lo mejor. Quizá este libro pueda ayudar a hablar del tema para que podamos honrar lo mejor y también abjurar de lo peor. José Vasconcelos dedicó la mejor parte de su obra a contar su vida, y desde entonces muchas personas han regresado a ese relato: lo han tomado como punto de partida para elaborar una narración propia de su existencia y sus afanes. Aquí quise seguir un camino distinto. Después del primer capítulo casi no recurrí a sus memorias. Renuncié a la exhaustividad: preferí la biografía de cuatro instantes intensos. A ratos tejí un collage con las voces de testigos, pues “Vasconcelos” fue, muchas veces, el nombre de un sueño colectivo; un movimiento popular que cada quien imaginó a su manera: un ser construido de deseos. En otras ocasiones preferí imaginar el sentido de algunos afanes colectivos a partir de la lectura detenida de ciertos textos de época. Las citas de esos textos son largas porque quieren invitar a la lectura de obras hoy poco visitadas. Aunque sea el resultado de una investigación, éste no es un libro académico, sino un ensayo dirigido a la gente joven, sobre todo a los jóvenes provincianos que desean con afán heroico: que hacen viajes para conquistar la libertad en ciudades más grandes o se quedan en los lugares en que nacieron y luchan para construir pequeños espacios de dignidad. Yo fui uno de ellos y cada año los veo llegar, esperanzados, a las aulas de la universidad donde doy clases. Quiero alimentar esa esperanza y ayudarlos a reflexionar sobre ella. Se me ocurre que quizá, al abrir este libro, encontrarán una historia que les parecerá familiar. Éste es también un libro que reflexiona sobre el lugar que tiene Vasconcelos en la cultura de izquierda en México y que, en relación con ella, también se pregunta por sus promesas y fracasos. Hay personas de esta historia que no merecían ser personajes secundarios. Adelina Zendejas, Elena Torres, Eulalia Guzmán y una decena más merecerían, cada una, su propio libro. De todas esas personas, elegí tres cuyos retratos interrumpen el relato de este libro y permiten imaginar posibles salidas a la historia que he ido contando. Son tres maneras de saldar cuentas con el resentimiento y de hacerse responsables por la propia felicidad, tres maneras que apuntan al mañana. (…)

Era 1905. En su tesis de licenciatura, un joven oaxaqueño llegado a la Ciudad de México imaginó para sí mismo y para los demás un vasto sistema musical de fuerzas que ordenaban el mundo. Una especie de cosmogonía secular en cuyo centro aparecía él, que había vivido de ciudad en ciudad y que se nos muestra, en sus memorias, como alguien devorado por el monstruo sagrado de la envidia: todo el tiempo anhelando; todo el tiempo incompleto. Las vecinas de su época de estudiante le habían puesto un apodo: “el Loco”, “el Loco Dios”, porque siempre andaba perdido en sus pensamientos, cansado, pálido y con el cabello sin cortar. Aunque el mote lo enojara, él mismo reconocería años más tarde que su temperamento colérico lo llevaba a exaltarse en las discusiones con sus amigos y “a proferir enormidades que luego el amor propio impedía rectificar”. La revelación de esa cosmogonía musical servía para que ese joven provinciano pudiera darles razón de su descontento a los demás. ¿Por qué vivía siempre enojado?

(…)

… Bañado por la fuerza de la vida, el joven José Vasconcelos se sintió árbol y se imaginó como un hombre solar. Dedujo de la expansión de la vida una ética del heroísmo según la cual vivir es no conformarse y el deseo es un deber. De hecho, para el joven Vasconcelos ese deseo era la única fuente auténtica de derecho. Era el índice de un movimiento universal y continuo que es la faz auténtica de nuestro mundo, pero que, por haber estado allí siempre, se ha vuelto difícil de distinguir para los que moramos en él. En sus escritos posteriores, esa intuición adquirirá distintos nombres: el primero de ellos fue “Pitágoras”. Vasconcelos se imaginó presintiendo la doctrina del místico griego incluso antes de haberla leído. En cada manifestación de la vida, del movimiento de un ave a la escritura de una tesis, podría observarse el índice de sobrevivencia de ese impulso inicial: en cada vibración, cada deseo, percute el eco de la vida que estuvo antes de nosotros y permanecerá cuando nos hayamos ido, esa misma que nos pide crecer, estar descontentos, ser inquietos. En las reflexiones del joven Vasconcelos sobre este tema, se halla presente la huella de un libro que, durante aquellos años, se había convertido en una especie de santo y seña para los jóvenes de América comprometidos con proyectos de cambio social. El libro se llamaba Ariel y había sido publicado en 1900 por el intelectual uruguayo José Enrique Rodó. Ariel había corrido de mano en mano a través del continente, y Rodó mismo se había ocupado de tejer una vasta red a través de las cartas de jóvenes inquietos que leían su libro y lo buscaban para pedirle consejo. Rodó no sólo les respondía, sino que los ponía en contacto unos con otros: hacía que los peruanos se escribieran con los dominicanos, los cubanos con los argentinos. Además, comentaba cuidadosamente los escritos que esos jóvenes le mandaban. Lo hacía con atención y lentitud. Eso, y no otra cosa, es un maestro.

El Colegio Nacional invita.

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