
Lord Auch fue el autor desconocido de una de las novelas más conocidas de Georges Bataille, Historia del ojo, y Pauline Réage encubre como pseudónimo la personalidad de una figura muy célebre en las letras francesas: la pareja de Jean Paulhan, quien escribió la Historia de O, Dominique Aury, otro seudónimo que a su vez encubre a Anne Desclos, según se infiere de la reciente biografía de Angie David. Y, sin embargo, al prologar con ese nombremáscara el libro de otro desconocido encubierto por el pseudónimo, Pauline Réage dice en La imagen, sobre otro autor de un libro erótico: “¿Quién es Jean de Berg? Ahora me toca a mí jugar a las adivinanzas. Eso sí, no creo que el autor de este breve libro sea un hombre. Se muestra demasiado partidario de las mujeres”. Y en efecto, Jean de Berg era una mujer: Catherine Robbe Grillet.
Y siguiendo con los anonimatos, Anaïs Nin intenta explicarlos en su prólogo a Pájaros de fuego:
- Es curioso que muy pocos autores hayan escrito espontáneamente confesiones o relatos eróticos. Quienes lo han hecho, incluso en Francia, donde se cree que el erotismo juega un importante papel en la vida, estaban movidos por la necesidad: la necesidad de dinero.
Con lo que tacha de un plumazo todo el erotismo, o más bien, cae en la pornografía y añade una interpretación:
- centrarse exclusivamente en la vida sexual no es natural. Viene a ser algo parecido a la vida de las prostitutas, una actividad anormal que acaba alejándose del sexo. Tal vez los escritores lo sepan. Esa sería la razón de que solo hayan escrito una confesión o unos pocos cuentos, en los ratos libres, para ser fieles a la vida, como hizo Mark Twain.
Así, una mujer que revela al final de su propia vida su nombre y cubre con él un secreto de maison close se opone a quienes construyen la novela erótica como una de las formas más sofisticadas de la utopía o de la novela pastoril. Jean Jacques Pauvert fue un editor concienzudo y constante, y sus publicaciones le atrajeron persecuciones y estigmas: ¿no fue condenado por la corte francesa, hacia los años cincuenta, a pagar una multa y esconder su edición del Marqués de Sade, él mismo también aprisionado?
Abierta hoy al mercado (literalmente), la literatura erótica (¿será pornográfica?) pareciera entrar ya dentro de una categoría de subliteratura, no vende textos pretendiendo que se trata de cuerpos femeninos, sino un texto superpuesto al de las mujeres. Me explico: antes los textos eróticos se escondían doblemente: en el anonimato de quien escribía (¿hombre?, ¿mujer?: malo si hombre, peor si mujer) y en el disfraz de la lengua (Sade o Genet publicados en inglés: Olympia Press). Ahora circulan libremente y es difícil diferenciar lo pornográfico de lo erótico, la única ventaja (?) sería su libre circulación y con todo, en este mercado donde el sexo deja de ser prohibido y se vuelve un objeto de consumo, aparecen de repente textos que vuelven a presentarse bajo el nombre de lo anónimo. Este fue el caso de Cruelle Zélande, libro del cual Jean Jacques Pauvert anunció, al darlo a la luz pública en 1978: “Hasta ahora, el autor, que jamás había publicado textos eróticos, podrá quizá ser reconocido por sus múltiples lectores habituales”. Y este autor que guarda, según los editores de la traducción española (Tusquets), “las actuales normas que rigen el anonimato”, es concebido como mujer. ¿Por qué, nos preguntamos?
- pues difícilmente, contesta el editor, un hombre podría narrar con tanta sensibilidad, sabiduría y lucidez, el paulatino descubrimiento que hace Stella de su propio cuerpo, de la autonomía de sus gustos y del atávico desconocimiento que tiene el hombre de la sexualidad femenina.
Y así contestada la pregunta, el editor nos regala el texto como cuerpo.
Pero ya es hora de que postule yo a mi vez una tesis. Tesis que no lo será, pues es más bien otra pregunta: al tomar como objeto un cuerpo textual que sigue las líneas de un cuerpo femenino, ¿por qué el erotismo cubre su transcurso borrando antes que nada el nombre que puede descubrirlo o quizá identificarlo?
¿Fue y es por la censura? En parte, apenas en parte. Censura quizá más comprensible cuando de pluma femenina se trata (Anaïs Nin convirtiéndose en madrota de sus propios textos: “la madame de una extraña casa de prostitución literaria”) o cuando una escritura provoca encarcelamiento o persecuciones legales (Sade, Baudelaire, Flaubert, Wilde, Lawrence, Joyce), pero en última instancia, autocensura. Aunque esta palabra tampoco convenga, pues la autocensura solo alcanza al nombre: Bataille publicando Historia del ojo en ediciones de circulación mínima, aparecidas de repente (134 ejemplares, la primera, 500 la segunda, en Sevilla, durante la dictadura franquista). La censura se ha levantado y las publicaciones eróticas abundan (y no se venden), también las pornográficas (y sí se venden), y con todo, en la convocatoria que publicaba anualmente Tusquets para organizar un certamen de novela erótica, los promotores avisaban que los participantes podían conservar el anonimato. Y sigo preguntando ¿a qué se debe? ¿Qué se protege con el anonimato? ¿El nombre? ¿El sexo de quien escribe?
La mujer es el objeto principal de este tipo de cuerpo textual, aun en los textos escritos por mujeres (la prueba más repetitiva en este texto es la escritura de Anaïs Nin y sobre todo la Historia de O), entonces, ¿qué diferencia habrá en la escritura erótica cuando la pluma pertenece a un hombre o cuando pertenece a la mujer? ¿Podrá decirse, con los editores de Cruelle Zélande, que es la sensibilidad del propio cuerpo? Mejor, ¿el recorrido perfecto de unos dedos que toman la pluma, el lápiz o la máquina (recuérdese la sensibilidad de las yemas) para recorrer con la sabiduría, la sensualidad y los estremecimientos de su propio cuerpo o de su cuerpo imaginado? ¿Podrá desecharse el problema así? O quizá podamos seguirlo si tomamos el hilo del pensamiento de Pauline RéageDominique Aury-Anne Desclos. Lo consigno:
- Sí, es una ingenuidad de los hombres pretender que se los adore cuando a n de cuentas no son casi nada. Con ellos, la mujer no adora sino ese cuerpo dislocado, alternativamente acariciado y morti cado, abierto a todas las vergüenzas, pero suyo sin discusión. En este asunto, el hombre queda aparte.
- La mujer en cambio (continúa Réage), aunque desempeña su papel de el y tiene asimismo esa mirada ansiosa (sobre sí), conserva su carácter de objeto mirado, violado, inmolado sin pausa y siempre renaciente, por sutil juego de espejos, al contemplar su propia imagen.
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