
CUANDO COMIENZA LA CLASE
Sin anuncio, sin campana, basta un leve “listos, empezamos la clase”, para que el profesor de Educación Física transforme el patio. No hace falta ninguna fanfarria: su voz rasgada acaricia el aire, y de pronto ese patio polvoriento adquiere la intensidad de un escenario. Los niños de preescolar se detienen en seco, los de secundaria alzan la vista con gesto entre curioso y resignado, y hasta los conserjes, armados de escobas, perciben una vibración distinta bajo el cemento. En un parpadeo, el maestro reclama un reino compartido, un refugio donde no existen niveles ni calificaciones, solo el impulso de dar el primer paso.
EL MAESTRO COMO PEGAMENTO SOCIAL
Mientras otros docentes exploran los misterios de la gramática o descifran ecuaciones, el de Educación Física sale a tantear el viento con materiales gastados e insuficientes. Con órdenes breves, borda un tejido humano: no es coaching, es poesía del cuerpo.
El director lo saluda en el pasillo con un gesto cómplice, la maestra de biología se le acerca para preguntarle cómo lograr que un estiramiento calme a sus alumnos más inquietos, y los padres, al despedir a sus hijos, le ofrecen una sonrisa agradecida, como si él hubiera canalizado en un par de carreras toda la energía reprimida de la jornada.
Este docente se vuelve el nudo donde convergen voluntades y se teje la comunidad entera, en eje de la escuela: los directivos lo cruzan con un guiño apresurado, como quien atisba un puente entre papeleo y realidad; la maestra de ciencias le comenta al vuelo su dilema para mantener en calma a sus grupos y le pregunta en un susurro cómo lograr que un simple estiramiento enfoque la atención; ejerce un liderazgo que trasciende el deporte: cose la comunidad con hilos de sudor y solidaridad.
EL PATIO COMO TALLER DE HUMANIDAD
Armado con neumáticos desechados, cuerdas deshilachadas y un par de marcadores improvisados, el profesor monta sus alquimias: girar un neumático equivale a desafiar la cobardía; saltar la cuerda, a domar la impaciencia. Cada consigna resuena como una estrofa breve que impulsa al alumno a explorar su fuerza.
La niña que temía el ridículo se atreve a alzar la voz; el joven ensimismado descubre en cada zancada la posibilidad de soltar el peso de sus silencios. No hay registros ni actas: el docente percibe con la mirada esas pequeñas victorias: músculos tensos que se aflojan, cejas que dejan de fruncirse, manos que aplauden un ejercicio bien ejecutado.
HUELLAS INVISIBLES PARA EL DÍA A DÍA
Al concluir la hora, no se recoge solo el material de la clase: se apagan dudas y se siembran convicciones. El regreso al salón es distinto: algunos alumnos caminan erguidos, como si el trayecto entre clases fuera ahora un desfile de pequeños triunfadores; otros intercambian miradas cómplices, conscientes de haber compartido algo más que ejercicios.
En un entorno donde faltan recursos y sobran carencias, aquel par de horas semanales en el patio, funciona como un cofrecito de certezas: “Aquí puedo equivocarme”, “aquí alguien me observa y celebra mi esfuerzo”.
En la escuela, donde el timbre marca una rutina de ecos repetidos, la voz del profesor de Educación Física irrumpe como un puente entre pasillos y aulas.
Su labor, despojada de pupitres y gises, es el engranaje que cohesiona generaciones, enlaza a directivos y estudiantes, y regala un resorte de confianza que perdura más allá del polvo del patio, alimentando cada paso hacia la siguiente materia y hacia la vida misma.
Al final, lo vivido bajo el cielo abierto no se limita al polvo del suelo: se ancla en cada corazón, se cuela en la charla con los padres y llega al aula siguiente como un resorte de confianza para enfrentar cualquier desafío en la vida.