
Hay quien entra al gimnasio para vivir más, y hay quien entra para morir más despacio.Unos cargan pesas; otros, culpas.La moda del bienestar ya no se trata de salud, sino de redención: cuerpos definidos, conciencias infladas, almas con lonja.El gimnasio no es un templo del cuerpo: es una iglesia sin Dios donde cada quien se confiesa frente al espejo.
RUTINAS PARA EXPIAR LA FLOJERA
El tipo del tapete de yoga no medita: negocia con su ansiedad.La señora que hace zumba no baila: huye de su propia cabeza.El muchacho del crossfit grita no por fuerza, sino por miedo a desaparecer si deja de hacerlo.Todos sudan distinto, pero por lo mismo: miedo a dejar de ser visibles.
Una mujer repite el mismo mantra que escuchó en TikTok: “Soy energía positiva”.Se lo dice entre sentadilla y sentadilla, con la rodilla temblando y la autoestima colgando de una liga elástica.Un señor presume que camina diez mil pasos al día, aunque la mitad los dé del refrigerador al sillón.Y el repartidor de sushi fit ya tiene nombre propio en recepción: “Don Proteína”.
El gimnasio moderno huele a linimento, perfume de influencer y culpa colectiva.La gente no entrena para vivir más, sino para poder subir la foto del esfuerzo.El alma, mientras tanto, se queda en el casillero, junto con la toalla y las llaves del coche.
ESPIRITUALIDAD CON MEMBRESÍA
Antes la gente creía en Dios; ahora cree en su smartwatch.Los templos tienen pantallas y los sermones se dictan desde el podio del entrenador.“¡Tú puedes lograrlo!”, grita una instructora que no duerme desde 2019.La música retumba como una homilía de 140 bpm.Y todos repiten el credo: “Hoy sí voy a cambiar”.Hasta que llega mañana y el cambio se pospone por falta de motivación o exceso de carbohidratos.
El alma, mientras tanto, hace fila en la caminadora.Intenta ponerse al día, pero siempre va detrás del cuerpo.Cada selfie es una comunión sin dios: “aquí estoy, redimido, ligeramente más tonificado”.Los suplementos prometen plenitud, las apps venden paz mensual, y las botellas con frases como “You got this” se venden vacías, como metáfora del propio usuario.
El alma flácida no se nota en el espejo: se nota en los ojos.Miradas que sonríen por costumbre, no por alegría.Hombres que miden su valor en gramos de proteína.Mujeres que le piden perdón al pan como si fuera pecado.Todos corriendo sin moverse.Todos creyendo que la felicidad tiene membresía anual.
CIERRE CON SUDOR FRÍO
Un tipo sale del gimnasio y se mira en el cristal del coche.Se ve bien. Abdominales, sonrisa, ego inflado como globo de cumpleaños.Pero algo falta.Tal vez el brillo.Tal vez el alma, que se quedó haciendo lagartijas en el vestidor.
El reloj le marca 120 latidos por minuto: está vivo, pero no convencido.Arranca. El tráfico avanza como cinta de correr: rápido y sin destino.
De pronto, lo asalta una sospecha.¿Y si el alma también necesitara cardio?¿Y si la felicidad no estuviera en el abdomen sino en las costillas, ese lugar donde se esconde la risa?Suspira. Pero el smartwatch lo interpreta como fatiga.
En casa, abre la app de meditación.Una voz le dice: “Eres luz, eres calma”.Él baja el volumen, abre el refrigerador y busca algo dulce: una tregua con la existencia.Ahí, entre el yogurt y la culpa, se encuentra consigo mismo.No está en forma, pero está vivo.Sonríe.
Porque al final, el cuerpo es el disfraz.Y el alma, aunque flácida, sigue respirando.A veces jadea, a veces se tropieza, pero sigue.Y eso, aunque el gimnasio no lo mida, también cuenta como entrenamiento.