Cultura

Gajes del oficio

Pablo Neruda

“De cuanto he dejado escrito en estas páginas se desprenderán siempre —como en las arboledas de otoño y como en el tiempo de las viñas— las hojas amarillas que van a morir y las uvas que revivirán el vino sagrado. Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta.” Con estas palabras ofreció el Nobel chileno sus memorias, Confieso que he vivido, (Origen/Planeta, Editorial Artemisa 1984). Esta primera entrega llega hasta su regreso del destierro chileno, cuando tenía 48 años.

Yo he sido un hombre demasiado sencillo: éste es mi honor y mi vergüenza. Acompañé la farándula de mis compañeros y envidié su brillante plumaje, sus satánicas actitudes, sus pajaritas de papel y hasta esas vacas, que tal vez tengan que ver en forma misteriosa con la literatura. De todas maneras me parece que yo no nací para condenar, sino para amar. Aun hasta los divisionistas que me atacan, los que se agrupan en montones para sacarme los ojos y que antes se nutrieron de mi poesía, merecen por lo menos mi silencio.

En 1923 se publicó mi primer libro: Crepusculario. […] Uno de mis versos pareció desprenderse de aquel libro infantil y hacer su propio camino: es el “Farewell” que hasta ahora se sabe de memoria mucha gente por donde voy. En el sitio más inesperado me lo recitaban de memoria, o me pedían que yo lo hiciera. […] Años más tarde, Federico García Lorca, en España, me contaba cómo le pasaba lo mismo con su poema “La casada infiel”. […] Hay una alergia hacia el éxito estático de uno solo de nuestros trabajos. Éste es un sentimiento sano y hasta biológico. Tal imposición de los lectores pretende inmovilizar al poeta en un solo minuto, cuando en verdad la creación es una constante rueda que gira con mayor aprendizaje y conciencia, aunque tal vez con menos frescura y espontaneidad.

Los Veinte poemas de amor y una canción desesperada son un libro doloroso y pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora de mi patria. Es un libro que amo porque a pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia. Me ayudaron a escribirlo un río y su desembocadura: el río Imperial. Los Veinte poemas son el romance de Santiago, con las calles estudiantiles, la universidad y el olor a madreselva del amor compartido.

Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… […] Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y le obedeció.

Mi vida oficial [en el Extremo Oriente] funcionaba una sola vez cada tres meses cuando arribaba un barco de Calcuta que transportaba parafina sólida y grandes cajas de té para Chile. Afiebradamente debía timbrar y firmar documentos. Luego vendrían otros tres meses de inacción, de contemplación ermitaña de mercados y templos. Ésta es la época más dolorosa de mi poesía [cuando escribía Residencia en la Tierra].

En estos días me ha traído mi hermana un cuaderno que contiene mi más antiguas poesías, escritas en 1918 y 1919. Al leerlas he sonreído ante el dolor infantil y adolescente, ante el sentimiento literario de soledad que se desprende de toda mi obra de juventud. El escritor joven no puede escribir sin ese estremecimiento de soledad aunque sea ficticio, así como el escritor maduro no hará nada sin el sabor de la compañía humana, de sociedad.

[En Ceilán.] Había casi terminado de escribir el primer volumen de Residencia en la tierra. Sin embargo, mi trabajo había adelantado con lentitud. Estaba separado del mundo mío por la distancia y por el silencio, y era incapaz de entrar de verdad en el extraño mundo que me rodeaba.

Mi libro recogía como episodios naturales los resultados de mi vida suspendida en el vacío: “Más cerca de la sangre que de la tinta”. Pero mi estilo se hizo más acendrado y me di alas en la repartición de una melancolía frenética. Insistí por verdad y por retórica (porque esas harinas hacen el pan de la poesía) en un estilo amargo que porfió sistemáticamente en mi propia destrucción. El estilo no es sólo el hombre. Es también lo que lo rodea, y si la atmósfera no entra dentro del poema, el poema está muerto: muerto porque no ha podido respirar.

Pasó el tiempo. La guerra [en España] comenzaba a perderse. Los poetas acompañaron al pueblo español en su lucha. Federico [García Lorca] ya había sido asesinado en Granada. Miguel Hernández de pastor de cabras se había transformado en verbo militante. […] Manuel Altolaguirre seguía con sus imprentas. Instaló una en pleno frente del Este, cerca de Gerona, en un viejo monasterio. Allí se imprimió de manera singular mi libro España en el corazón. Creo que pocos libros, en la historia extraña de tantos libros, hayan tenido tan curiosa gestación y destino.

Los soldados del frente aprendieron a parar los tipos de imprenta. Pero entonces faltó el papel. Encontraron un viejo molino y allí decidieron fabricarlo. Extraña mezcla la que se elaboró, entre las bombas que caían, en medio de la batalla. De todo le echaban al molino, desde una bandera del enemigo hasta la túnica ensangrentada de un soldado moro. A pesar de los insólitos materiales, y de la total inexperiencia de los fabricantes, el papel quedó muy hermoso. Los pocos ejemplares que de ese libro se conservan, asombran por la tipografía y por los pliegos de misteriosa manufactura. Años después vi un ejemplar de esta edición en Washington, en la biblioteca del Congreso, colocado en una vitrina como uno de los libros más raros de nuestro tiempo.

Si los poetas contestaran en verdad a las encuestas largarían el secreto: no hay nada tan hermoso como perder el tiempo. Cada uno tiene su estilo para ese antiguo afán.

Cuando yo tenía 14 años de edad, mi padre perseguía denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos me busqué un apellido que lo despistara totalmente. Encontré en una revista ese nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con monumento erigido en el barrio Mala Strana de Praga. Apenas llegado a Checoslovaquia, muchos años después, puse una flor a los pies de su estatua barbuda.

[…] si muchos premios he alcanzado, premios fugaces como mariposas de polen fugitivo, he alcanzado un premio mayor […]. He llegado a través de una dura lección de estética y de búsqueda, a través de los laberintos de la palabra escrita, a ser poeta de mi pueblo. Mi premio es ése, no los libros y los poemas traducidos o los libros escritos par describir o disecar mis palabras. Mi premio es ese momento grave de mi vida cuando en el fondo del carbón de Lota, a pleno sol en la calichera abrasada, desde el socavón del pique ha subido un hombre como si ascendiera desde el infierno, con los ojos enrojecidos por el polvo, y alargándome la mano endurecida, esa mano que lleva el mapa de la pampa en sus durezas y en sus arrugas, me ha dicho, con ojos brillantes: “te conozco desde hace mucho tiempo, hermano”. […] Ingresé al Partido Comunista de Chile el 15 de julio de 1945.

Mis discursos se tornaron violentos y la sala del senado estaba siempre llena para escucharme. Pronto se pidió y se obtuvo mi desafuero y se ordenó a la policía mi detención.

Pero los poetas tenemos, entre nuestras substancias originales, la de ser hechos en gran parte de fuego y humo.

El humo estaba dedicado a escribir. La relación histórica de cuanto me pasaba se acercó dramáticamente a los antiguos temas americanos. En aquel año de peligro y de escondite terminé mi libro más importante, el Canto general.

Cambiaba de casa casi diariamente. En todas partes se abría una puerta para resguardarme. Siempre era gente desconocida que de alguna manera había expresado su deseo de cobijarme por varios días. Me pedían como asilado aunque fuera por unas horas o unas semanas. […]

Hay un viejo tema de la poesía folklórica que se repite en nuestros países. Se trata de “el cuerpo repartido”. El cantor popular supone que tiene sus pies en una parte, sus riñones en otra, y describe todo su organismo que ha esparcido por campos y ciudades. Así me sentí yo en aquellos días.

Los poemas que contiene [el libro Los versos del capitán] fueron escritos aquí y allá, a lo largo de mi destierro en Europa. Se publicaron anónimamente en Nápoles, en 1952, El amor a Matilde [Urrutia, su tercera esposa] la nostalgia de Chile, las pasiones civiles llenan las páginas de este libro que se mantuvo sin el nombre de su autor durante muchas ediciones. […]

La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba. Delia del Carril, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, fue para mí durante dieciocho años una ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron esas y no otras las razones profundas, personales, respetables, de mi anonimato.

[Subrayados: Delia Juárez G.]

Copyright © 2004 La Crónica de Hoy .

Lo más relevante en México