Metrópoli

Sandra Cuevas; del show al silencio

Salvador Cosío Gaona

Lo ocurrido con Sandra Cuevas, exalcaldesa de Cuauhtémoc, es más que el ocaso de una figura pública: es una lección contundente sobre cómo el poder mal asumido y la vanidad sin sustancia conducen irremediablemente al abismo político.

Cuevas irrumpió en la escena nacional con estridencia, envuelta en una imagen meticulosamente producida: mezcla de empresaria audaz e influencer provocadora. Encarnó un personaje atractivo para sectores hartos de la política tradicional, prometiendo eficacia con mano dura. Su discurso, plagado de frases rimbombantes y gestos teatrales, fue más útil para el espectáculo que para el gobierno. Sin embargo, tras esa escenografía lujosa, lo que prevalecía era el vacío: sin estructura, sin programa real, sin vocación de servicio.

Su paso por la alcaldía fue un montaje: luces de neón, eventos fastuosos, escoltas, camionetas de lujo, y desplantes que evocaban más a una estrella de redes sociales que a una servidora pública. Gobernar no fue su prioridad. La imagen, sí. Cuevas hizo de su cargo un escenario y de la política un performance donde el contenido nunca estuvo a la altura del ruido.

Y en México, donde el poder es prestado y efímero, quien lo confunde con propiedad termina pagando. El reflector se apaga, el fuero se extingue, y los aliados —antes aduladores— se tornan inquisidores. El silencio actual de Cuevas no es un acto de introspección, sino una retirada forzada ante la tormenta de señalamientos: presunto abuso de autoridad, uso indebido de recursos, confrontaciones con su equipo y una conducta errática que minó su credibilidad.

Su fulgurante ascenso se explica por el contexto de una oposición fragmentada, ávida de figuras mediáticas para enfrentar al obradorismo. Apostaron por el escándalo en vez del debate, por la forma sin fondo. Y como suele ocurrir con proyectos carentes de raíces, su caída fue tan vertiginosa como su ascenso. Hoy ni el PRI, ni el PAN ni el PRD la respaldan. Su cercanía con personajes de la vieja política resultó ser más peso muerto que impulso.

Quienes alguna vez la vieron como símbolo de rebeldía, la perciben ahora como parte del mismo sistema que decía combatir. Nada más letal para una figura pública que la pérdida de credibilidad. Y esa, en su caso, se evaporó tan rápido como llegó. El carisma sin coherencia, el discurso sin sustancia y la ambición sin principios acaban siempre en el descrédito.

¿Qué detonó su exilio político y digital? No fue un solo evento, sino la suma de excesos. Sus desplantes autoritarios, su trato con la prensa, los conflictos internos, la arrogancia en el ejercicio del poder… todo fue acumulándose hasta romper su artificio. La política, aunque tolerante con la vanidad, no perdona el caos ni la inconsistencia.

Hoy su silencio en redes sociales es más que una pausa: es la señal inequívoca del derrumbe de una narrativa. Las plataformas donde construyó su mito, son ahora el reflejo roto de su declive. En un mundo donde la política también se libra en el ciberespacio, desaparecer equivale a admitir que ya no hay nada qué decir, o peor aún, que todo lo que se diga será usado en su contra.

El destino inmediato de Cuevas es incierto. Podría intentar reinventarse, buscar cobijo en el ámbito privado o enfrentar procesos legales que pondrán a prueba sus discursos de inocencia y victimización. Pero lo que ya es innegable es que el proyecto que representó ha llegado a su fin.

Su caso no debe pasar como anécdota fugaz. Es momento de reflexionar sobre lo que representa para la vida pública. Nos recuerda que el poder no es trofeo, sino responsabilidad; que el servicio público exige compromiso real, no escenografía ni egolatría. Que la soberbia y la frivolidad son malas consejeras. Y que, en política como en la vida, todo aquello que se construye sin cimientos firmes termina por desplomarse estrepitosamente.

Sandra Cuevas se esfumó. Pero el verdadero reto será evitar que su historia se repita en nuevas figuras vacías de contenido, pero llenas de vanidad.

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