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Finanzas para todos. IA y exclusión: la nueva frontera invisible de la desigualdad

Cuando ChatGPT se hizo público, la atención no se centró solo en su tecnología, sino en la rapidez con la que se volvió cotidiana. En pocas semanas, la inteligencia artificial dejó de ser una curiosidad técnica para convertirse en una herramienta presente en oficinas, aulas, negocios y gobiernos. Esa expansión, sin embargo, no llegó igual para todos. Mientras unos comenzaron a integrarla en sus procesos diarios, otros apenas están intentando entender de qué se trata. Lo que parecía una revolución compartida, se ha convertido en una nueva línea divisoria.

La historia ofrece paralelos. Con la Revolución Industrial, los países que adoptaron nuevas tecnologías crecieron aceleradamente, mientras que los que no lo hicieron quedaron relegados. En los años noventa, la transformación digital amplió esas brechas: las economías que invirtieron en conectividad y conocimiento consolidaron su poder, y las que no, se volvieron dependientes. La inteligencia artificial parece seguir el mismo patrón, pero con un ritmo más veloz y efectos más difusos.

A diferencia de otras tecnologías, la IA no se mide en fábricas ni en infraestructura visible. Su despliegue depende del acceso a datos, capacidad de cómputo y personal técnico especializado. Por eso, su efecto es silencioso, pero profundo. Las empresas que logran integrarla aumentan su productividad; los trabajadores que saben usarla potencian su perfil; los gobiernos que la aplican optimizan sus servicios. En cambio, quienes no acceden a estas herramientas comienzan a perder terreno, no por falta de esfuerzo, sino por no contar con los medios adecuados.

Este fenómeno no solo afecta individuos y empresas, sino que revela una transformación estructural. Las grandes plataformas tecnológicas, que ya concentran capital y datos, son las únicas con capacidad real para entrenar modelos a gran escala, lo que refuerza su dominio. De igual forma, los marcos regulatorios son definidos por los países que lideran la innovación, mientras que otras regiones, como América Latina, avanzan con entusiasmo, pero sin una estrategia clara. El riesgo, si no se actúa, es que esta desigualdad se consolide como una condición permanente.

En un escenario más agudo, la inteligencia artificial podría convertirse en el nuevo filtro de inclusión económica. Las empresas sin IA podrían quedar fuera de competencia; los profesionales sin acceso quedarían desplazados; los Estados sin infraestructura adecuada podrían perder soberanía sobre sus propios sistemas. Esta no sería una brecha digital como las anteriores, sino una barrera que redefine quién tiene derecho a innovar, decidir o incluso participar.

Algunos actores ya reaccionan: las grandes tecnológicas siguen concentrando talento y recursos; Europa avanza en regulación, intentando equilibrar desarrollo y control; América Latina busca insertarse, pero con limitaciones evidentes. Mientras tanto, millones observan este proceso sin claridad sobre su lugar en él.

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No se trata de frenar la tecnología, sino de distribuir sus beneficios con inteligencia. Democratizar la IA no significa entregarla sin condiciones, sino garantizar que más personas, instituciones y países puedan acceder a ella con sentido, autonomía y propósito. De lo contrario, lo que hoy parece una herramienta poderosa podría terminar operando como un muro.

Porque el verdadero riesgo no es que la IA piense por nosotros. Es que piense solo para unos pocos. Y en un mundo donde los algoritmos decidirán cada vez más aspectos de la vida cotidiana, dejar a alguien fuera no sería solo una omisión técnica. Sería, sobre todo, una decisión profundamente humana.

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