El rescate financiero de Pemex no es, como lo pintan en Palacio Nacional, una estrategia económica. Es un capricho ideológico con factura al erario. Un disfraz que pretende verse como política energética, pero que en realidad es una transferencia directa del bolsillo de los contribuyentes a una empresa que se niega a cambiar.
Cada apoyo que Hacienda anuncia con bombo y platillo se traduce en lo mismo: dinero público que se desvía de hospitales, escuelas o carreteras para caer en un pozo sin fondo llamado Pemex. No hay otra manera de decirlo. No se está rescatando a una empresa estratégica; se está subsidiando la ineficiencia, premiando la falta de disciplina financiera y castigando a quienes sí pagan impuestos.
Pemex no es hoy la joya de la corona, es la cadena que arrastra al país. La empresa ya no genera la riqueza de antaño. Produce menos crudo, importa más gasolina y acumula una deuda que supera el tamaño de varias secretarías de Estado juntas; y, aun así, el gobierno insiste en rescatarla.

El resultado es grotesco: cada peso que se destina a Pemex es un peso que deja de financiar programas sociales, infraestructura o apoyo a pequeñas empresas que realmente generan empleo. En términos financieros se llama “costo de oportunidad”; en términos prácticos, es un desperdicio monumental.
El problema de fondo es que estos rescates fomentan lo que los economistas llaman “riesgo moral”. Pemex sabe que, haga lo que haga, siempre habrá alguien que lo saque del apuro. No importa si los costos de operación se disparan o si los proyectos no tienen rentabilidad: la red de seguridad del Estado está ahí. Y mientras exista, no habrá incentivos para recortar gastos, optimizar procesos o buscar eficiencia. Más allá de los números, el verdadero drama de Pemex es estructural. Su modelo de negocio es obsoleto. El mundo camina hacia energías limpias, inversiones en transición energética y nuevos esquemas de producción. México, en cambio, dobla la apuesta en una empresa que parece anclada en los años setenta.
La producción de petróleo cae, la exploración es cada vez más cara y la refinación, en lugar de dar ganancias, genera pérdidas multimillonarias. Sin embargo, el gobierno decide apostar todo a proyectos emblemáticos como la refinería de Dos Bocas, una obra que se vende como símbolo de soberanía energética, pero que en la práctica es un monumento a la terquedad. Cada dólar invertido en esa planta es un dólar que se esfuma en un mercado donde refinar no es rentable.
El mundo se prepara para abandonar los combustibles fósiles. México, en cambio, se aferra a un modelo que ya no existe. Esa es la contradicción central: Pemex no solo está endeudada, también está desfasada de la realidad energética global.
Aquí está la parte más dolorosa: rescatar a Pemex no es gratis. No es un movimiento contable en los libros de Hacienda. Es un sacrificio directo para millones de mexicanos.
Cada transferencia a la petrolera significa menos dinero para vacunas, menos inversión en infraestructura básica y menos programas de apoyo productivo. El rescate a Pemex es, en los hechos, un impuesto oculto. Un desvío de recursos públicos hacia un gigante burocrático que no devuelve el valor equivalente.
Además, estos rescates comprometen la estabilidad macroeconómica del país. México presume de disciplina fiscal, pero esa disciplina se diluye cuando se le inyectan miles de millones de dólares a una empresa improductiva. La deuda soberana se contamina con la deuda de Pemex. Y los mercados lo saben.
La consecuencia es clara: mantener a Pemex cuesta más caro de lo que se admite. Es un lastre que se refleja en la calificación crediticia de México, en la confianza de los inversionistas y, en última instancia, en el bolsillo de cada ciudadano.
*Mtro. Luis Alberto Güémez Ortiz / Universidad Panamericana