
En México, la violencia no irrumpe: persiste. A veces estalla con estruendo; otras, se instala en un silencio que parece cansancio colectivo. El asesinato de Carlos Manzo —alcalde de Uruapan— durante el Día de Muertos, no inaugura una etapa; más bien confirma que hay territorios donde la vida pública permanece expuesta a la violencia. No se trata de su aparición, sino de su permanencia.
Michoacán no vive en el sobresalto ocasional; vive en la memoria larga. Su relación con la violencia no es episódica, sino histórica. Ha transitado por múltiples formas de autoridad y control: la presencia militar federal, los intentos de reconstrucción estatal, las policías comunitarias, las autodefensas, y, en paralelo, las organizaciones criminales que han disputado el territorio. La entidad ha visto cómo estas fuerzas no sólo compiten, sino que a veces se imitan, se confunden o se solapan.
Tras el asesinato de Carlos Manzo, el gobierno federal anunció el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia. Se trata de una estrategia que combina seguridad con políticas sociales: salarios dignos para jornaleros, espacios comunitarios, memoria y cultura para la paz, atención a víctimas, educación, deporte y participación ciudadana. Un enfoque que se aproxima a la idea de paz territorial, donde el tejido social importa, y no únicamente la fuerza pública. Este matiz es relevante y debe reconocerse: la paz no puede depender exclusivamente del despliegue armado.
Sin embargo, la historia estatal plantea una pregunta central: ¿la paz llega para prevenir o llega después de que otros ya reconfiguraron el territorio? La pregunta no es abstracta. En 2014, ante el levantamiento de las autodefensas, también se prometió una intervención integral para pacificar y reconstruir la institucionalidad. Aquel ciclo, recordado más por su ambigüedad que por sus resultados, dejó una lección: en Michoacán, las promesas de pacificación han llegado tarde o no han logrado transformar las condiciones estructurales.
En mis entrevistas en Tierra Caliente con autoridades locales, productores, madres buscadoras, jóvenes y liderazgos religiosos, aparece un diagnóstico persistente: el Estado no está ausente, pero suele llegar tarde. Llega después del asesinato, después del desplazamiento, después de que las comunidades ya tuvieron que improvisar mecanismos de protección, negociación o silencio. La tardanza institucional genera desconfianza y alimenta arreglos paralelos que se convierten en norma cuando la supervivencia dicta los tiempos.
El asesinato de un alcalde, en su comunidad y frente a su gente, desestabiliza un pilar básico de la vida democrática. El municipio es la trinchera civilizatoria más cercana a las personas y, al mismo tiempo, la más vulnerable. Asesinar a un presidente municipal no sólo elimina una figura de autoridad; es violencia con mensaje. Es pedagogía del miedo: demuestra que la estructura local puede colapsar en un instante.
En esos vacíos —o más precisamente, en esos intersticios temporales en los que la institución tarda en llegar— emergen otras formas de autoridad, como en su momento lo hicieron el padre Goyo, desde la legitimidad pastoral. José Manuel Mireles e Hipólito Mora, desde la movilización ciudadana armada. Y, en el extremo opuesto, Nazario “El Chayo” Moreno, líder templario que construyó una narrativa pseudo-religiosa de salvación y disciplina. En Michoacán, la paz siempre se disputa en dos planos: el de la coerción material y el del significado moral del dolor.
Pero esa disputa no ocurre únicamente entre élites. Atraviesa también la vida cotidiana. La seguridad no es un decreto, sino una negociación diaria sobre quién garantiza el mañana. En esas condiciones, el miedo no sólo amenaza: regula. Define horarios, restringe caminos, modula conversaciones, impone silencios.
La dignidad, sin embargo, resiste. Aparece en mercados, en escuelas, en templos, en asambleas improvisadas, en la memoria transmitida para sobrevivir. La sociedad no colapsa; se reorganiza bajo presión.
El plan federal reconoce que la violencia tiene causas sociales, culturales y económicas; que la paz requiere memoria y atención a víctimas; y que las comunidades deben ser escuchadas. Ese horizonte importa. Pero la pregunta que flota en Michoacán no es si el Estado quiere construir paz —la pregunta es si esta paz llegará a tiempo. Porque cuando la acción estatal es tardía, las lógicas alternativas de justicia y protección ya están instaladas. El problema no es únicamente la capacidad estatal, sino su calendario.
Restituir la confianza implica más que presencia armada: exige cercanía sostenida, reparación, reconocimiento. No basta con abrir mesas de diálogo: hay que llegar antes de que la gente aprenda, otra vez, a guardar silencio como estrategia de supervivencia. La paz no se construye con actos inaugurales; se construye evitando que el miedo vuelva a tomar la palabra primero.
México no duda de la voluntad de paz; duda de su puntualidad. Michoacán ha aprendido a sostener esperanza y escepticismo al mismo tiempo. Entre esos dos sentimientos se sostiene su vida pública. Si esta vez la estrategia federal logra instalarse antes que el miedo, será porque las instituciones no sólo aparecieron, sino que lo hicieron a tiempo, con constancia y con humildad. La reconciliación no empieza con anuncios: empieza con quienes han sobrevivido y siguen allí, esperando que, por una vez, la paz llegue antes que la amenaza.