El 4 de diciembre de 2025, el Congreso de la Unión aprobó la nueva Ley General de Aguas, que reemplaza el marco normativo que regía desde 1992. Esta ley pretende redefinir el uso, concesión y gestión del agua en todo el país, bajo una visión que declara al agua como un “bien estratégico” y un “derecho humano”, priorizando su uso doméstico, ambiental y para conservación.
Entre los cambios más significativos están:
- El Estado (a través de Comisión Nacional del Agua, CONAGUA) recupera un control amplio y centralizado sobre las concesiones de agua; pero también se prohíbe la transferencia, venta, herencia o cesión, de derechos de agua entre particulares. Las concesiones deberán regresar al Estado para su reasignación cuando se transfieran tierras o cambien de propietario.
- Las concesiones que no se usen adecuadamente podrán ser revocadas, y el recurso reasignado conforme a criterios hidrológicos, de demanda y “responsabilidad hídrica”.
Y, como toda “buena ley” de control estatal que se respete, se endurecen sanciones y responsabilidades legales por uso irregular del agua, con nuevas regulaciones administrativas e incluso penales.

Las reformas están justificadas públicamente como respuesta a la grave crisis hídrica que afecta al país, a la necesidad de garantizar el acceso humano al agua, y a poner fin al acaparamiento, a la sobreexplotación y a los mercados negros de derechos de agua.
No obstante, y como lo muestran las protestas recientes de campesinos y agricultores, muchos actores consideran que la ley plantea riesgos serios para derechos de uso ancestral, sustentabilidad de la agricultura, inversión privada y seguridad jurídica.
Para empresas industriales, agrícolas y de servicios que dependen del recurso hídrico, la nueva ley impone mayores requisitos: concesiones con estudios de impacto, validación por CONAGUA, posibilidad de revocación y limitaciones para transferir derechos. Por ende, la percepción de riesgo regulatorio podría desalentar inversión nueva, especialmente en sectores intensivos en agua, agricultura, agroindustria, manufactura, industria textil, etc.
La imposibilidad de transferir derechos de agua junto con la tierra implica un cambio de paradigma en el valor de la propiedad rural. Tradicionalmente, la tierra agrícola se valora no solo por el suelo, sino por los derechos de uso de agua: riego, pozos, concesiones.
El efecto podría favorecer la concentración de tierras en menos manos (empresas, inversores grandes) que sí logren acceder o reutilizar concesiones, afectando la distribución de la propiedad privada.
Uno de los argumentos del gobierno para la reforma es la protección del agua como derecho humano, priorizando su uso doméstico, el abastecimiento urbano y el saneamiento ambiental, sobre fines productivos o comerciales.
Teóricamente, esto puede contribuir a una gestión más equitativa, un uso sostenible y evitar abusos de acaparamiento. Sin embargo, la centralización del control, y la reasignación discrecional por parte del Estado, genera tensiones entre la lógica social y la lógica económica y los sectores productivos ven en la nueva ley una restricción severa a la seguridad de inversión, pues dependen del agua para operar. Además, que en zonas rurales los productores perciben una amenaza existencial: ya no podrán heredar ni vender sus tierras y derechos como un paquete integral y si la reasignación favorece grandes usuarios industriales o urbanos, el riesgo creciente es que pequeñas comunidades y productores queden marginados, lo cual puede intensificar desigualdades.
En síntesis: la reforma, sin mecanismos de mitigación adecuados, podría desencadenar un importante reordenamiento económico, con ganadores claros (grandes empresas, sectores urbanos, inversores) y perdedores significativos (campesinos, pequeños productores, comunidades rurales).
La aprobación de la Ley General de Aguas representa un giro paradigmático en la regulación del agua en México: pasa de un régimen en buena parte mercantil (concesiones transferibles, valor económico del recurso, mercado secundario) a un enfoque de control estatal, uso prioritario social y ambiental, y restricción de derechos privados sobre el agua.
Si bien esta reforma puede tener beneficios en términos de equidad, sostenibilidad y acceso al agua para uso doméstico, su implementación plantea riesgos sustanciales para la inversión privada, el valor de la propiedad privada (especialmente tierras agrícolas), el empleo rural y la estructura del sector agroexportador e industrial.
El equilibrio, o su ruptura, dependerá en buena medida de cómo se instrumenten las disposiciones: transparencia en reasignaciones, plazos claros, mecanismos de compensación para pequeños productores, seguridad jurídica, estímulos para uso eficiente del agua.
En consecuencia, aunque la Ley puede representar un paso hacia una gestión más justa del agua como bien social, sus efectos colaterales podrían provocar, si no se manejan con cautela, una reconfiguración profunda del mapa de la propiedad rural, la inversión privada y la estructura socioeconómica del campo mexicano.