Cronomicón

El ojo de agua (Cuento)

El pescador había salido, como en todas las madrugadas, a la bahía, a pescar abordo de su desvencijada lancha  y regresaba, como casi todos los amaneceres, con sus redes vacías a medio deshacer. El hombre miraba al cielo, donde se formaban las pálidas y rosáceas luces de la aurora, implorando misericordia para ese día, ¿qué daría de comer a sus hijos? El día era nuevo y él viejo, débil bajo una carga de penosos quehaceres y amargos desvelos.

El hombre se dirigía hacia el mercado donde, si el cielo le sonreía, podría ganar algunas monedas como bracero, cuando un hombre anciano cubierto con un gabán, le salió al encuentro y lo saludó campechanamente; el pescador le respondió de igual modo, y como éste traía al hombro las redes, el anciano sacó a colación la pregunta hiriente y obvia, como si el universo se riese de la suerte del desdichado pescador.

– ¿No ha pescado nada hoy, buen hombre?

–Nada, que el cielo nos ampare, sólo Dios sabe si quedarán más peces en la bahía, pero mientras no se pesca mis hijos y yo nos morimos de hambre.

El anciano se envolvió en su gabán, restregándolo aún más contra su cuerpo, de modo en que el viejo pareció a los ojos del pescador enflaquecer y encogerse. El anciano se acercó al pescador, hasta rozar su ropa con la barba de aquel y se estiró para que sus palabras salieran de su boca y sólo entraran en el oído de él, le susurró:

–Puedes venir a pescar en mi ojo de agua, allí hay peces de todos los tamaños, sígueme.

El anciano se dio la vuelta y comenzó a caminar aceleradamente, saliéndose del camino transitado, el pescador, sorprendido, comenzó a seguirlo. Tal vez, pensó, el anciano tuviera alguna forma de sacar a su familia del hambre que amenazaba hacia el mediodía. Entre unos peñascos, rodeados de matas y pajas, se encontraba un pequeño ojo de agua, y en medio del ojo un huachinango de gran tamaño. El anciano se detuvo y contempló al pez con rostro de desaprobación, luego intercambió una mirada con el pescador, que se encontraba confundido.

–Ayer eran más, pero supongo que éste te servirá para darle de comer a tus hijos, devuélvelo cuando hayas terminado.

El anciano dio media vuelta y desapareció entre la yerba alta. El pescador encontró absurda la petición del anciano ¿cómo podría devolverlo? El sol ya se había colocado en lo alto del firmamento y el agua resplandecía enmarcada por el esplendor del paisaje. El hombre se enjugó el sudor de la frente y calculó la hora, aún era relativamente temprano, tenía tiempo de sobra para hacerse con el huachinango y volver a casa, sus hijos lo recibirían con alabanzas y su esposa con un beso en los labios, luego comerían el pez y mañana ya Dios proveería.

El hombre se arremangó el pantalón y se metió al ojo de agua, el pez ni siquiera luchó. El pescador lo envolvió en las redes y se lo llevó a casa. Aún no había llegado cuando de su maltrecha choza salieron cinco chicos a recibirlo, su esposa también salió fuera de casa y sonriendo le dio un beso en la mejilla. El pescador le entregó a su mujer la preciada presa y ella la zambulló dentro de un perol de cobre donde se cocinó alegremente, la mujer sacó el pescado con unas tenazas, lo colocó en un plato y lo llevó a la mesa donde ya esperaban seis varones hambrientos, cada uno en su sitio. La buena mujer dividió el pescado con un cuchillo y a cada uno le dio una gran porción. Había una gran fiesta en los corazones de todos mientras se zampaban trozos grandes ayudados de un tenedor, pronto no quedaron más que las espinas en cada uno de los siete platos. Toda la familia se sentía alegre y satisfecha.

Fue entonces cuando los restos del pescado comenzaron a brincar en los estómagos de todos, el pescador no comprendía qué estaba pasando, solo sabía que la comida se le venía, y se encontró sacándosela de la boca con el tenedor y depositándola en el plato, un pedazo entero se formó al unirse los bocados, como si nunca hubiera sido masticado. Después la madre recogió las porciones de cada plato y las juntó todas en el centro utilizando el cuchillo y quedó el pescado entero, como si nunca hubiera sido dividido. La mujer tomó el plato donde reposaba el pescado y lo echó al perol utilizando las tenazas, el agua hirviente se fue enfriando y a continuación el pescado saltó crudo a las manos de la mujer, como si nunca hubiera sido cocinado. La mujer le devolvió el pez al pescador, que lo envolvió entre sus redes, salieron todos de la casa, la mujer le dio un beso en la mejilla a su marido y se quedó inmóvil mientras los chicos lo seguían un trecho más.

El pescador volvió al ojo de agua, antes de entrar en él, el pescado cobró vida, el hombre se inclinó y depositó al huachinango en medio del ojo de agua, después se irguió, salió y se desarremangó los pantalones. El sol ya se había colocado en lo alto del firmamento y el agua resplandecía enmarcada por el esplendor del paisaje. El hombre se enjugó el sudor de la frente y calculó la hora, aún era relativamente temprano, tenía tiempo de sobra para hacerse con el huachinango y volver a casa, sus hijos lo recibirían con alabanzas y su esposa con un beso en los labios, luego comerían el pez y mañana ya Dios proveería.

(Colaboración especial de la Escuela de la Sociedad General de Escritores de México, SOGEM, para La Crónica de  Hoy Jalisco)

lg

Copyright © 2024 La Crónica de Hoy .

Lo más relevante en México