En las salas los sollozos eran contenidos con poco éxito y no son sólo de ellas, uno que otro hombre también limpiaba rápidamente las lágrimas. Habían pasado casi tres horas cuando Rose DeWitt Bukater (“va a tener que escribirme su apellido”) asegura al amor de su vida: “Nunca olvidaré la promesa (de sobrevivir)” y Jack Dawson se hunde en la profundidad del océano Atlántico.
La dramática escena es parte de un filme hito en la historia de la cinematografía mundial: Titanic. Aquel 19 de diciembre de 1997 dos mujeres estadunidenses, Lisa Epstein (29 años) y Carrie Tislow (30), se dejaron seducir por la visión épica de James Cameron de la tragedia del trasatlántico al que “ni Dios podría hundir”, pero que zozobró tras colisionar con un iceberg y cobró mil 517 vidas.
Epstein y Tislow no fueron las únicas en encontrar en la cinta una razón para llevar a cabo un “ritual” cada vez que iban al cine. En México, desde el 1 de enero 1998, un adolescente en secundaria regresó en 14 ocasiones a las salas de los hermanos Ramírez para enamorarse una y otra vez junto con Rose y Jack; descubrir el análisis, sin metáforas, de desigualdad social, y la recreación casi perfecta de El barco de los sueños.
En la cuenta regresiva para el nuevo milenio, el éxito de Titanic sorprendió a la crítica que vaticinó un descalabro en taquilla, para la entonces considerada “la producción más costosa del cine de todos los tiempos” (294 millones de dólares). La recaudación de mil 843 millones 201 mil 268 dólares, probaría su error.
A casi 20 años de su estreno, Titanic sigue probando su contribución a la cultura pop de los millennials y, con su reestreno en formato 3D el 4 de abril 2012, de la generación Z; curiosamente con el retrato de las costumbres de la sociedad estadunidense de inicios del siglo XX. Cameron se valió de un tema universal para lograrlo: la búsqueda y encuentro del amor incondicional, pero al mismo tiempo sensual y pasional.
Para alcanzar el éxito, el director se valió de elementos poco nuevos: el galán del momento, Leonardo DiCaprio; la experimentada actriz, Kate Winslet; una banda sonora poderosa, compuesta por James Horner con la participación de la cantante noruega Sissel, y una canción principal capaz de emocionar por su lírica, tempo e interpretación: “My Heart Will Go On”, en voz de Celine Dion.
Pero no sólo eso, dotó de humanidad a cada personaje, como Tommy Ryan (Jason Barry) encargado de denotar el clasismo de la época al pronunciar la frase: “Qué típico. Los perros de primera clase bajan aquí para cagar” o incluso de “informar” el verdadero origen del trasatlántico, “lo construyeron en Irlanda. 15 mil irlandeses”, confirma.
Conforme avanza el metraje, esas diferencias se diluyen, primero en el romance de la señorita de primera clase y el trotamundos proveniente de tercera. Pero sobre todo al final, cuando todos esperan “la salvación” con chalecos salvavidas que disfrazan lo elegante o andrajoso de las vestimentas. Frente a la muerte, quiere explicar por enésima vez el cineasta “todos somos iguales”.
El antagonista Caledon Hockley (Billy Zane) consigue el odio no con fechorías, sino con actitudes. Aires de superioridad, ¿propios? de su clase y poderío, su machismo al humillar a Rose por ser “de su propiedad” por una promesa de matrimonio o al final estar más preocupado por conservar The Heart of the Ocean (el ficticio diamante azul) que la vida de Rose. Cada arco actoral bien logrado.
Hay también escenas inolvidables y fácilmente identificables con apenas parodiarlas. Quién puede olvidar el orgasmo interpretado con el golpe de una mano a un cristal empañado, a la pareja en lo alto de la proa “volando” al ritmo de “Come Josephine In My Flying Machine” o el erotismo de ver a DiCaprio sonrojado “dibujando” los senos desnudos de Winslet, “usando sólo” un pesado diamante.
El guion es un punto y aparte. “Soy el rey del mundo” se ha escuchado una y otra vez. La frase fue un regalo de la improvisación de Leonardo. Está también esa otra promesa inolvidable, “Si saltas tú, salto yo”, dicha cuando Rose, en la popa del barco, está dispuesta a suicidarse ante lo plano y vano que se vislumbra su futuro. DiCaprio cerró ahí el trato de ser el ídolo que hoy mantiene vigencia.
Pero también está aquella línea con más conciencia de una desigualdad que en nuestro tiempo sigue vigente: “Claro que es injusto. Somos mujeres. Elegir nunca nos es fácil”, que enuncia Ruth DeWitt Bukater (Frances Fisher), madre de Rose, cuando le prohíbe a su hija ver a Jack Dawson.
Uno de los logros más atinados en Titanic es su protagonista. Cameron, que ideó lo mismo a Sarah Connor (Terminator 2) y a Ellen Ripley (Alien), no desaprovecharía la oportunidad y le entregó a la audiencia a una mujer adelantada no sólo a 1912, sino a 1997, poderosa, de valores y convicciones firmes. Que incluso tira al océano, cuando debe, aquello que la unía a su feliz/desagraciado pasado.
MÉXICO
El RMS Titanic zarpó el 10 de abril 1912 de Southampton. James Cameron eligió para construir su propio trasatlántico (plagado de copias exactas: el salón del reloj, las escaleras al comedor o la vajilla y las sabanas “nunca antes utilizadas”) un lugar al otro lado del mundo: Rosarito, Baja California. Nuestro país formó así parte de la titánica aventura del visionario cineasta.
Titanic se convirtió para la región en una promesa del futuro: Hollywood utilizaría, cuando una trama necesitara paisajes oceánicos, los estudios de 161 mil 874 metros cuadrados, con tecnología de punta y costo de 57 millones de dólares. Esa empresa naufragó igual que el trasatlántico en el Atlántico Norte y su replica que fue hundida y se partió en dos en las costas del pacifico mexicano.
En suma, Titanic trascendió ya en el tiempo, demostró que, con una buena planeación, pero sobre todo al llevar consigo la misión de rendir tributo a los caídos por una tragedia tan sonada como el hundimiento del trasatlántico más famoso de la historia, una Chick-flick es capaz de alcanzar tintes épicos y dejar de ser una mera película para ofrecer una valiosa catarsis a todo aquel que la mire.
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