Se trata de un relato por demás antiguo y pintoresco, sacado de la tradición popular, que da cuenta de las creencias y de la devoción de los lugareños y de cómo su fervor religioso, materializado en el venerado Cristo, obró en el arraigo e identificación de estos vecinos con su terruño.
Para el siglo XVIII, el Cristo de la Penitencia se carcomió y apolilló como resultado de estar casi a la intemperie; el viento, la humedad, el frío, el calor le cobró factura. El desfigurado y derruido Cristo había cumplido su ciclo de vida y debía ser remplazado por decoro; pero una imagen bendita no es un objeto al que se le pueda arrinconar en una bodega y menos tirar. Los indios de Mexicaltzingo acostumbraban incinerar las imágenes ya muy viejas y maltratadas; las cenizas se conservaban para utilizarlas el Miércoles de Ceniza.
El indio al que se le encomendó la tarea pidió le fuera regalada la imagen; la llevó a su casa, en la calle Manzano. Pero decidido a no destruirla, les solicitó a unas religiosas del convento de Jesús María que de favor le colocaran al Cristo una cabellera. Durante su reparación, la imagen permaneció en el coro, bajo el convento. Luego fue devuelto a su dueño.
Sin mayores precisiones, el relato refiere que al pasar de manos de las monjas a las del indio un fuerte relámpago cegó a las personas que, sorprendidas, vieron cómo el Cristo, milagrosamente, tras el estruendo y la ráfaga aparecía retocado. La voz se corrió; muchos querían atestiguar la milagrosa restauración. A la casa del indio asistían, día con día, numerosas peregrinaciones. La Sagrada Mitra decidió, ante el fervor popular y espontáneo, que al Cristo de la Penitencia se le depositara en un lugar más propio y adecuado; por tanto, se ordenó que la imagen fuera colocada en la capilla de Mexicaltzingo.
La capilla, seguramente, ganó importancia con el venerado Cristo; y basta para creerlo que al tiempo se hizo necesario ampliarla; el dinero para el proyecto llegó casi de forma providencial. Uno de los grandes benefactores de la ciudad, Fray Antonio Alcalde (“el fraile de la Calavera”, el obispo que mandó edificar el Hospital de Belén, el Santuario y más) puso de sus rentas seis mil pesos para que fuera remodelada y ampliada la capilla. Entonces, fue erigida como parroquia y siguió bajo el cuidado del clero secular.
(Fotos: Andrea García)
lg
Copyright © 2024 La Crónica de Hoy .