Cronomicón

Letras Rebuscas: Lo que Internet le está haciendo a nuestros cerebros

La tecnología no es buena ni mala, o como diría el filósofo Ortega y Gasset: el ser de una cosa lo termina su uso o praxis, de tal suerte que una bomba atómica, un arma de destrucción masiva, utilizada para disuadir o intimidar a un enemigo termina siendo un instrumento de paz.

Tal afirmación suena por demás falsa. Una pistola o un misil que potencialmente tienen la capacidad de matar poseen, objetivamente, un rango de peligrosidad de facto e incluso accidental, independiente de la rectitud ética o moral de sus depositarios o portadores. Casi ningún rudimento tecnológico es inocuo o neutro… todos, en mayor o menor medida, nos afectan de alguna manera biológica o mentalmente.

En este sentido, la televisión fue por mucho tiempo la diana, el patito de feria, de los integristas y tecnófobos. Hasta el papá de Mafalda, el caricaturista Quino, hizo sufrir a su preguntona niña, en más de una viñeta, con la renuencia de sus padres a comprarle un televisor;  su progenitor, un señor que desgastó su vista leyendo periódicos, no quería que su pequeña Mafalda estuviera como descerebrada todo el día viendo la “caja idiota”. Al final, le terminó comprando el aparatejo. Los niños siempre ganan en el juego del consumismo.

Poniendo este drama al día, hoy nos previenen las educadoras y los pedagogos acerca de lo inconveniente que resulta soltarle a un niño una tablet o un smartphone, tomados por muchos papás como un remedio eficaz para la hiperactividad de sus hijos (tradúzcase a términos mexicanamente postmodernos: “suéltale el celular a la cría para que no esté jodiendo y nos deje chatear o actualizar el Face”).

El autor Nicholas Carr, en su obra, de cuyo título me valí para rotular mi artículo, nos lanza una voz de alarma, una advertencia casi de sentido común (el menos común de los sentidos, dicen los filósofos): Internet reprograma o reestructura nuestras capacidades cognitivas y emocionales, a nivel neuronal, causándonos un estado constante de ansiedad o de necesidad de recibir y comunicar información de forma descontrolada o incluso patológica. En China, los primeros casos de psicopatologías generadas por una sobreexposición a la Web ya merecieron la atención de los servicios de salud pública. Muchas décadas atrás, Alexis Carriel, en su obra “La incógnita del hombre”, subrayaba lo nocivo que podría resultar para nuestros organismos el consumo indiscriminado de alimentos procesados en cantidades que rebasan nuestras necesidades energéticas; incluso prevenía sobre el vigorismo y todo tipo de ejercitamiento en condiciones de sobre-regulación y confort (como de hámster enjaulado: con dispensador de agua y rueda sinfín); hoy sufrimos de bulimia de información y de hiperactividad virtual, es decir, vamos de mal en peor.

Como en su momento el biólogo Carriel, Carr previene sobre los riesgos de esta sobreexposición tecnológica, poniendo la tónica en la creciente dependencia a las redes sociales. Éstas y el Internet en general están afectado, por no decir atrofiando, nuestra capacidad de entendimiento, lectura, profundización, raciocinio y de atención. Facebook, YouTube, Twitter, Instagram…  acentúan nuestra primitiva tendencia a la dispersión; entiéndase en una selva con depredadores al acecho o con fuentes de alimentos ocultas, debía el hombre salvaje de activar al cien sus sentidos para estar atento a los más mínimos ruidos, aromas, cambios de temperatura… no había tiempo para filosofar.

Haciendo una revalorada apología de los libros, Carr sostiene, basándose en datos históricos y estudios neurológicos, que la letra impresa moldeó nuestros cerebros e incluso nuestra mente; nos disciplinó para seguir un hábito contra natura: la de quedar absortos, concentrados, en una idea expresada en versos u oraciones, en estrofas o párrafos…, con textos electrónicos llenos de hipervínculos que distraen y muchas veces fatigan al cerebro, con un Google que vomita miles de páginas o sitios de consulta… en esta vorágine de información,  la lectura se vuelve cada vez más superficial (y en algunos casos inexistentes); el usuario de Internet revisa sólo encabezados, descarga o acciona videos y demás recursos multimedia que más que complementar su lectura, la distraen… Dado que ya es demasiado tarde para evadirnos de Internet y hacerle al Robinson Crusoe informático nos queda más que aplicar la máxima de Solón: “Nada con exceso, todo con medida”.

lg

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