Me animé a probar suerte retando a otros jugadores en persona. Me habían comentado que en el centro histórico se encontraban unos señores con mucho tiempo libre y la mente despejada para jugar horas interminables de ajedrez. No sabía si llevar mi propio tablero ya que todo lo que había aprendido de aquel juego considerando como “el juego de las mentes brillantes” lo conseguí practicando en una aplicación que descargué en el verano del 2016.
Cargué con mi pequeño tablero por si las dudas. Mientras más me acercaba al centro de la ciudad los nervios se apoderaban de mí. Nunca consulté un libro para revisar jugadas o estrategias que me pudieran servir; únicamente me valí de la ayuda que ofrece el juego para indicarte los posibles movimientos de la ficha que pensabas mover. Con el tiempo memoricé todos los movimientos y ya no fue necesario activar la ayuda del juego. Pronto comencé a desbloquear niveles hasta que la supuesta tecnología inteligente se volvió dócil ante mis jugadas.
Por fin llegué al encuentro que me había programado, la hora de probar mis habilidades frente a personar reales había llegado. Eran varias las mesas que estaban ocupadas con jugadores de diferentes características, viejos en su mayoría, había personas esperando su turno. Podía percibir un ambiente amigable, era evidente que se conocían desde hace tiempo. Me paré a observar un juego donde las blancas predominaban, quise averiguar si el otro jugador era capaz de remontar la desventaja. Nada. El tipo calvo de lentes supo aprovechar la ventaja y las blancas salieron victoriosas.
—¿Sabes jugar ajedrez?
—Sí. De hecho me gustaría probar un poco de suerte.
—Bueno, pues toma lugar que el caballero se retirará en este momento.
—Maldito engreído, me ganaste porque tuve una distracción y lo sabes.
—Ya largo, deja que el chico se ponga cómodo, quizás el muchacho te muestre cómo jugar tus piezas.
No sabía si era un ritual de intimidación lo que hacían los dos viejos para incomodar a los nuevos, pero estaba funcionando; me sentía inseguro y nervioso.
—¿Quieres jugar con algún color en especial?
—Prefiero que lo decida la suerte.
—Está bien, pero te advierto que el ajedrez es un juego de estrategia y que la suerte no siempre influye mucho.
—Las negras están bien. Antes de comenzar me gustaría advertirle que nunca había retado a otra persona, todo lo que sé de este juego fue mediante una aplicación que descargué.
—Está bien. Es lo que pasa con los chicos que son hijos únicos; se refugian en los juegos virtuales. Tú pareces ser uno de ellos.
—Sí. Algo hay de eso.
Comenzamos el juego y los dos decidimos abrir por el centro. Traté de poner como señuelo a mi alfil para después comerme su torre. Con un peón se comió mi alfil y quedé en ridículo. Me froté la cara mientras me reprochaba la torpeza de mi jugada.
—Debes analizar más tus movimientos o dejarás la partida antes de tiempo, como lo hiciste cuando abandonaste la casa de tus padres.
¿Cómo sabía que había dejado la casa de mis padres? Pocas personas estaban enteradas.
—¿Disculpe, cómo lo supo?
—Bueno, es fácil intuir eso cuando no tienes protegidas tus piezas importantes.
—No, me refiero a lo de mi casa. Lo que dijo hace un momento. Lo mencionó con tanta naturalidad como si nos conociéramos.
—Es parte del legado que van dejando los años.
Eso me preocupó un poco, pero traté de concentrarme en el juego y reponerme de las piezas que perdí por distracciones e impulsos. El viejo era listo y parecía anticipar mis jugadas, no sé si estaba experimentando un grado de alucinación, pero hasta parecido le encontraba: como si me estuviera viendo en un espejo 30 años más tarde.
—¿Vas a mover? Esto no es tu juego que te indica todo lo que debes hacer. ¿Todavía estás enganchado con esa serie de Superman?
—No (estaba más enganchado que nunca). Ya no la veo. Ahora me concentro en el ajedrez.
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Logré reponerme de mis malos movimientos y pude emparejar el juego, pero mi adversario parecía tener una copia del guion de lo que seguía o pensaba hacer. Me tenía de las bolas. No podía jugar ante alguien que me conocía tan bien. Decidí llevar el juego hacia mi única alternativa; intercambiar reinas. Después de hacerlo sólo era cuestión de tiempo para decretar empate.
—Sabes, me caías mejor cuando eras más aventurero, cuando decidías dejar todo a la suerte, como cuando apostaste tu bicicleta mongoose al asegurar que podías dar un giro de 360 grados en ella. No sólo te quedaste sin bicicleta, sino que quedaste marcado de por vida con esa cicatriz en tu tobillo izquierdo.
—¡Ja! Por eso mismo lo hago, porque ya no quiero acumular más derrotas. Porque las cicatrices duelen en su momento, pero después se convierten en increíbles recuerdos. Si gano esta partida seguramente, dentro de treinta años, seré un viejo calvo que juega ajedrez en el centro de la ciudad, y si pierdo sabotearé todo lo que he logrado. Por eso pongo fin a este encuentro con un empate. Tablas.
(Colaboración especial de la Escuela de la Sociedad General de Escritores de México, SOGEM, para La Crónica de Hoy Jalisco)