Cronomicón

Un relato de infancia, mar y muerte

Arena en las sábanas

Mi papá murió en el Hotel Maralisa cuando yo era pequeña. Se llamaba Pedro, fue albañil y lo que le quitó la vida fue una piedra que le cayó en la cabeza desde cuatro pisos arriba. Un mal cálculo del compañero que la lanzó de broma.  
Le dije adiós después de la comida, no sé la hora exacta, pero recuerdo que el cielo estaba rojo, parecía enojado, hacía mucho calor y me ardía la cara. 
Vivíamos en Acapulco, muy cerca del mar. Nuestra casa era amarilla, su color se había desvanecido por la brisa del océano, se parecía al tono del helado de vainilla que vendían en la heladería del mercado. Era una casa vieja y húmeda, muy pequeña; los techos, de lámina como la mayoría de las construcciones de la zona, tenía tres cuartos, la cocina y el comedor estaban juntos, el baño se encontraba afuera.
Lo peor siempre fue el baño, era mi mayor terror, si en las noches me daban ganas de hacer pipí, tenía que salir sola entre la oscuridad, corriendo para que los monstruos del patio no me raptaran. Esas noches recuerdo que el aire siempre fue cálido, tocaba mi cuerpo sudado que de pronto se erizaba y me hacía correr más rápido. En esos tiempos, el cielo era muy negro, pensaba que se me iba a caer, por eso casi no volteaba a verlo, me escabullía entre las sombras de los árboles y corría para volver a la cama, mi lugar seguro. 
Nunca tuve una habitación propia, siempre compartí cama con mis dos hermanos menores y a veces mis sobrinos que tenían edades parecidas. Cuando llegaba la noche, peleábamos las esquinas, solo teníamos un ventilador en el cuarto y eran los mejores lugares para dormir sin el calor de la madrugada, aunque en medio no picaban tanto los moscos, yo siempre quería estar en la orilla, era mi rincón hasta pegué estampas en la pared para marcar mi espacio.
Todas las tardes íbamos al mar, mi mamá vendía comida a los albañiles que construían los hoteles y a los trabajadores de la playa, todos la conocían y conocían a mi papá también. Yo iba a todos lados con ella porque todavía no iba a la escuela, a veces no se daba cuenta que la seguía, mientras ella vendía, yo jugaba con los niños del mar, salían de las palapas o de las lanchas que llegaban a la orilla, siempre estaban ahí y yo también. Corríamos por toda la costa haciendo surcos en la arena, a veces recolectábamos objetos y conchitas como exploradores, casi nunca nos metimos al mar, no sabíamos nadar. 
Uno de los albañiles, amigo de mi papá, fue el que le dio la noticia a mi mamá, tenía poco tiempo que habíamos llegado a la casa después de vender la comida en la playa, esa tarde fue la última vez que vimos su sonrisa al despedirnos de él.  Yo no escuché lo que el señor le dijo, solo vi el cuerpo de mi mamá caer en el patio, gritó mucho y muy fuerte, se tiró al piso y lloró. Yo hacía eso cuando me caía jugando y me lastimaba, pero a mi mamá nunca la había visto llorar, ella no hacía eso, ella nos cuidaba y nos regañaba, pero no lloraba. Me espanté, también sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas, corrí a abrazarla, me acosté a su lado, pegué mi cara a la suya, nuestras lágrimas se mezclaron con la tierra del piso y por nuestros rostros comenzaron a escurrir lentamente gotas negras que manchaban nuestras mejillas, su corazón palpitaba fuerte, ella estaba muy caliente, ardía, le acaricié el pelo como ella lo hacía cuando yo lloraba.  
Así pasamos un rato hasta que se levantó lentamente con mucho esfuerzo, era como si su cuerpo pesara el doble. Cuando estuvo en pie, no dijo nada, agarró su bolsa y salió corriendo con la cara manchada, nadie dijo nada, mis hermanas mayores solo veían por la puerta con cara de miedo, yo corrí atrás de ella como siempre lo hacía. Recorrimos muchas cuadras buscando un taxi, yo me agarraba de su falda para seguir su paso, ella me jalaba de la mano en un impulso ciego, yo solo seguía su ritmo acelerado sabía que algo pasaba y que teníamos que llegar rápido. El sol nos quemaba y la tierra de las calles se nos pegaba más a la cara formando una capa gruesa con las lágrimas, no sé cuánto tiempo estuvimos errantes, solo veía la cara de mi mamá que miraba a todos lados mientras apretaba el paso. 
Cuando un taxi nos hizo la parada, mi mamá solo dio la dirección, no dijo más, miraba por la ventana, yo veía sus lágrimas que caían por su cara y le escurrían en el delantal que siempre usaba, era de cuadritos rojos y blancos, pero esa tarde se manchó de las lágrimas negras que caían de su cara y que continuamente se limpiaba sin lograr que se detuvieran. 
Cuando llegamos a la playa, el sol casi se iba, el mar rugía, las olas eran más grandes, yo nunca las había visto así. Un círculo de gente se amontonaba alrededor de mi papá, mi mamá se pasó empujando, cuando vio a mi papá, volvió a gritar, mi papá no se movió. Yo me acerqué y lo toqué, sentí sus manos frías, su cuerpo tieso me cerró la garganta, sentí un dolor en el estómago y muchas ganas de llorar.
Recorrí su cuerpo con la mirada y vi que su cabeza estaba rota, su sangre había manchado la arena, dibujaba una aureola roja y espesa que se hacía más y más grande, parecía un ángel como los de la iglesia, su cuerpo rígido y sin moverse eso decía.  
Me acurruqué en la arena mojada y apreté su pierna muy fuerte, recuerdo que su pantalón era café, estaba mojado y tenía muchas manchas de cemento que me picaron la cara cuando lo abracé. Sus botas eran negras, estaban desgastadas, salpicadas también de cemento y con manchas blancas. Su cuerpo estaba helado, pensé que debimos llevar un suéter porque esa tarde en el mar hacía frío, no era como las otras veces.
La gente que estaba alrededor decía cosas que yo no podía distinguir, cuchicheaban y nos veían a mi mamá y a mí con tristeza, yo me quedé aferrada a la pierna y cerré mis ojos. Papá, despierta y vámonos a la casa, repetía en mi mente. Nunca despertó.
Solo volvimos a casa mi mamá y yo, no me dijo nada en el camino, en el taxi de vuelta me cargó y me abrazó fuerte, yo la abracé y sentí mi cara mojada por un momento, me quedé dormida, siempre que lloraba me daba sueño y esa tarde ya había llorado mucho. 
Cuando volví a ver a mi papá llegó en un coche largo, estaba adentro de una caja plateada, supe que mi papá estaba ahí porque alguien gritó, ¡Ya llegó Pedro!  
El comedor estaba lleno de flores blancas y velas largas que olían rico, todas las habitaciones se llenaron de ese olor que yo no conocía. La casa nunca había estado así, había mucha luz, mi mamá puso una sábana blanca en el fondo de la pared y la caja color plata resplandecía entre el fuego de las velas que se quemaban lentamente. 
La mezcla de los claveles, las rosas y el fuego me recordaron las visitas a la iglesia los domingos, ahí también la gente estaba en silencio y oraba, pensé que mi casa se había convertido en una iglesia, pero más divertida porque podía jugar con los niños y nadie nos regañaba como en la iglesia.
Ya era tarde, pero no tenía sueño, la casa estaba llena de gente, no quería dormir. En el patio las horas no pasaban, yo jugaba con los niños de la colonia y por momentos nos metíamos debajo de la caja, la usamos como puente mientras nos arrastramos por el piso burlando las velas y robando algunas flores para ponerlas de adorno en el pelo, sabía que mi papá estaba ahí y sentía raro, no quería verlo, era como si estuviera enojada con él, como cuando no me quería llevar a la tienda y yo le dejaba de hablar. 
Cuando llegó la hora del café y el pan, la caja fue nuestro refugio, con varios niños me senté debajo y en fila comimos el pan de vaqueta remojado en café. También jugamos a la casita, el calor del fuego se concentraba ahí abajo y sentía que mi cuerpo se confortaba al estar ahí, la señal para entrar era tocar dos veces la caja ¡Toc! ¡Toc!, alguien respondía y podías pasar. También jugamos con la cera derretida, hicimos muñequitos hasta que mi mamá nos corrió al patio. 
Cuando ya no pude aguantar más me fui a dormir. A la mañana siguiente me desperté, mi papá estaba en el cuarto, lo vi recargado en la puerta, me sonrió y me estiró la mano, yo lo agarré y salimos de la casa, ya no había gente y él había despertado. 
Estaba vestido como siempre, pantalón café, camisa blanca y su sombrero de palma que nunca dejaba. Caminamos por la colonia hasta llegar al mar, recuerdo que recorrimos mucho, pero no me cansé, sentí como si estuviéramos volando. El viaje lo recuerdo muy azul, el mar estaba en calma, las olas tocaban nuestros pies sin violencia, iban y venían con tranquilidad, el agua se sentía fría, la brisa del mar chocaba en nuestras caras como caricias suaves, no había gente ni puestos abiertos, solo él y yo y el sol de la mañana que se veía a lo lejos, las gaviotas cantaban, el cielo estaba limpio, muy blanco, la arena lisa se metía entre nuestros dedos. 
A mi papá lo recuerdo bien, sus manos eran ásperas y grandes, su pelo lacio y negro, tenía ojos rasgados y las pestañas grandes. Sonreía mucho y yo miraba fijamente sus dientes blancos que contrastaban con su piel morena, su bigote era pequeño y grueso, me picaba la cara cuando me daba besos, él olía a mar mezclado con sudor. No recuerdo si hablamos, solo nos miramos mucho.
Regresamos a casa caminando, él me cargaba en sus hombros y corría de vez en cuando jugando a ser caballito. Cuando llegamos, él me dio beso, me abrazó fuerte y se fue, yo lo despedí ondeando la mano como siempre lo hacía cuando se iba a trabajar en las mañanas. 
Luego desperté, sentí un hueco en mi estómago y me puse triste, había arena en las sábanas y en realidad mi papá no se había despertado, seguía en la caja plateada y las velas ya casi se consumían. Mi mamá me regañó por ensuciar la cama, yo me levanté rápido y no le dije que fui a pasear con mi papá.
Salí al patio y la gente seguía ahí, no se habían ido. Recorrí la casa buscando a mis amigos y no los encontré, volví al comedor y mi mamá estaba abrazando la caja, sollozaba y decía palabras que no alcanzaba a escuchar, le jalé la falda como siempre y ella al verme me cargó, miré a la caja y vi a mi papá ahí acostado, no dije nada, un calor recorrió mi cuerpo y las lágrimas brotaron como cascadas, fue como un golpe seco. Mi mamá me abrazó, yo pregunté: 
–¿Por qué duerme tanto?, ¿Cuándo se va a despertar? 
Hubo un silencio largo, después con la voz entrecortada me contestó.
–Tu papá está muerto, no va a despertar, despídete de él–, y en un movimiento lento y pesado me inclinó hacia la caja, yo que seguía llorando, le di un beso en la frente, recuerdo haberlo visto tranquilo, no sonreía, su cabeza tenía un trapo que no dejaba ver su cabello negro, estaba helado, su piel se sentía seca, se veía como un ángel con la piel pálida, le dije adiós con la mano, como siempre lo despedía, mi mamá le dio un beso y cerró la caja, ahí supe que mi papá había muerto.

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