Conocí al escritor Pedro Miguel Guillén Mejía en la librería del Fondo de Cultura Económica con motivo de unas charlas literarias que se ofrecían por entonces. Acabado el evento fui a la cafetería donde se continuó la plática y observé que el lugar junto al mío lo ocupaba un sujeto de animada conversación y que, con sus catorce codos de altura, permanecía tan alegre como encogido en las sillitas por demás incómodas que allí tenían. Instintivamente alcé la vista. En su cima pude ver (desde mi sitio utilizaba un catalejo) que gloriosas nubecillas le recorrían las sienes regurgitando rayos en fantásticas y argénteas telarañas. Hablaba sobre Miguel de Cervantes y daba la idea, por eso mismo, de ser un molino de viento dando su parte sobre lo sucedido en La Mancha. Con el tiempo supe que leía con admiración a Fernando del Paso, a Jorge Luis Borges y Ramón Gómez de la Serna, y que tenía un profundo respeto por la obra de Víctor Hugo.
El gigante, desde luego me refiero a Pedro, entabló rápidamente conversación conmigo. Me invitó a un grupo de escritura que por entonces dirigía y que tenía por nombre “La nueva falange de estudio”, en honor a un grupo de autores jaliscienses del pasado siglo malamente olvidados. Tenía razón, a los autores que mencionó no los conocían ni su madre, aunque cuando menos se les recordaba con un taller. El grupo estaba integrado casi en su totalidad por estudiantes de letras, profesores, hipsters y agentes de ventas. Solíamos llegar a un café, tan olvidado y escondido como los escritores a los que se honraba, con un texto bajo el brazo que acababa, mal que bien, un poco destrozado y cuando no, mal que mal, hecho polvo. Pedro, como todos (como yo), llevaba sus cuentos y esperaba siempre con un gusto depredador que alguien pusiera el suyo sobre la mesa. Después de descuartizar los textos y una vez que cada cual se limpiaba la sangre de la boca, comenzaba el tiempo de la conversación donde el gigante era espléndido y puntual, sobre todo en los conocimientos sobre literatura que prodigaba a placer y como si, en vista de la belleza de la que hacía memoria, nos arrojara margaritas.
Recuerdo, en este término, un detalle expuesto en la figura de Del Paso: “Hubo un tiempo”, dijo Pedro, “en que se ponía una camisa. La camisa perteneció a un escritor muy amigo suyo que murió. Fernando escribió con ella puesta durante varios años a modo de una extensión de su amistad”. Amistad con la persona, creo yo, pero también con la escritura misma como una fuerza de lo que la precede. La historia nunca se la agradecí y hoy la reconozco por el sentido de la herencia. Allá en la zona del crepúsculo, Fernando y el amigo seguro que también lo hacen.
En cuanto al gigante, otro detalle: sacó una antología de cuentos a la que tituló Problemáticas fantásticas; el libro se compone de lo que yo interpreto como retazos de historias que nos quedan al despertar, como huellas, como retazos de sueños. Lo publicó la editorial La tinta del silencio en un bonito y artesanal formato de bolsillo. Y en una ocasión, mientras caminaba con él (si inclinaba correctamente la cabeza y usaba mi catalejo podía ver la formación de nubes anidadas en aquellos peñascos y hendiduras de la que salía una voz templada), me preguntó qué pensaba sobre su libro. El interés fue sincero y sincera mi respuesta. “Es un buen libro”, le dije. Nada más. Sonrió en el despejado cielo de su cúspide en el que se filtraba, a modo de arabesco, una muda y sencilla gratitud. La tarde caía con claridad y sin contratiempos. El sendero subía o bajaba. Seguimos caminando.
Pasaron los años. Cada cual siguió su rumbo. Así es esto. Ayer también lo fue. Hace poco supe de su muerte. Debo decir que no me lo esperaba (¿quién piensa en esas cosas?), y que la noticia me dejó además con una sensación de aturdimiento pensando en el destino que tuvo el cúmulo de nubecillas, residentes de la dura cima, tan llenas de rayos y truenos. Deben de andar por ahí, supongo, en algún sitio. En cuanto a lo demás, naturalmente, no me olvido de ponerme la camisa. Para terminar me remitiré al corazón de Pedro porque allí, en su dimensión (tres décadas de profundidad según la escala Cambridge), crepitaba como un fuego susceptible la adoración a su esposa, a la literatura y a la tragedia del mundo. Ese entorno que tanto amó y donde no faltan, hoy como ayer, ni hombres ni palabras ni molinos de viento sin que podamos saber, por ventura, cuán breves son…
*Alejandro Balaam (1981) es escritor y cuenta con varios títulos publicados: De crónicas y fantaburamas (Editorial Temacilli, 2009), Mitologiario (Editorial Temacilli, 2010), Premisa para la importación de flores (Editorial Temacilli, 2012; Editorial Salto Mortal, 2016) y Permanencia de un conejo en la isla de Ática (Editorial Varrio Xino, 2017).