El universo creado por Roberto Gómez Bolaños está de moda y de vuelta nuevamente gracias a la bioserie de Max Sin querer queriendo, que relata los comienzos y el ascenso de Chespirito, creador de personajes como el Doctor Chapatín, el Chavo del Ocho y, por supuesto, el Chapulín Colorado.

¿Qué tiene de especial este superhéroe de ficción que llegó a las pantallas del extinto Canal 8 el 26 de noviembre de 1970? No fue el primero de su tipo en el imaginario cultural mexicano: antes que el Chapulín Colorado, ya desfilaban por la historieta nacional personajes entrañables como Kalimán, el Hombre Increíble; Chanoc; El Pantera, e incluso un antihéroe como Fantomas, la Amenaza Elegante, formaban parte de esta pléyade de figuras extraordinarias de manufactura mexicana.
También estaban los luchadores que, desde los años cuarenta del siglo pasado, pasaron de ser simples atletas de un deporte tan circense e histriónico como la lucha libre, a convertirse en íconos del folclore contemporáneo de México.
Sin ser luchador ni un superhéroe convencional, el Chapulín Colorado, creación de Gómez Bolaños, tuvo chispa y encanto precisamente por lo que no era. La receta estadounidense —es un concepto gringo, nos guste o no— dicta que un superhéroe es un ser excepcional, un fuera de serie con toda clase de superpoderes: como Superman, que además de fuerte, vuela, lanza rayos por los ojos, tiene superoído… todo en él es “súper”. O bien, en el otro extremo, tenemos a Batman: sin superpoderes, pero con habilidades llevadas al límite; su inteligencia lo convierte en el mejor detective del mundo, con toda clase de artilugios y recursos a su alcance.

El Chapulín no es Batman ni mucho menos Superman; no se ajusta a ninguno de estos moldes ni se sitúa en un punto intermedio entre ambos íconos. He ahí su singularidad: es un ser humano ordinario, como usted y como yo. No tiene entrenamiento para pelear como un luchador (no es el Santo ni Blue Demon), ni es millonario como el Avispón Verde, capaz de financiar armas o contratar un ayudante que enfrente a los villanos por él. El Chapulín Colorado ridiculiza a los superhéroes; es su parodia. Incluso su traje es un despropósito, o mejor dicho, ridículo.
Para colmo, es torpe; sus apariciones son erráticas; tiene el porte de un bufón de un reino de cuarta. Pero de eso se trata: fue concebido no para ser admirado ni realizar grandes proezas, sino para hacer reír. Y, sin embargo, lo que lo mantiene en pie, lo que mueve su engranaje moral, es su voluntad de luchar, con todas sus limitaciones, por el bien. Allí reside su nobleza: es un buen tipo con todo en contra, y aun así está dispuesto a defender a quienes no pueden defenderse: “ahora quien podrá defendernos”; pues obvio: “¡Yo, el Chapulín colorado¡”.

La frase que lo emblematiza lo resume con humor y ternura: “Más ágil que una tortuga, más fuerte que un ratón, más noble que una lechuga, su escudo es un corazón. Es, el Chapulín Colorado”. Con esta frase comenzaba su programa y con ella ya podías anticipar la trama y narrativa de éste.
Desde su debut y durante sus seis temporadas que finalizaron en 1979 al personaje, más por un recurso de comedia, Chespirito lo fue equipando con artilugios que casaban bien con la absurda constitución y construcción del personaje: un chipote chillón más ruidoso que letal, pastillas de chiquitolina que lo hacían encoger, antenitas de vinil que le avisaban de peligros (como el sentido arácnido de Spiderman) y, entre todas, su arma la más formidable era: la chicharra paralizadora, capaz de inmovilizar a cualquier ser vivo. Con ésta sí podía enfrentarse a cualquier supervillano de Marvel o DC Comics.

El Chapulín Colorado, cual criatura de fábula, encierra una moraleja más allá de la comicidad: para hacer frente al mal y a la injusticia no se necesitan grandes poderes, habilidades sobrehumanas o valentía temeraria. Basta con tener un gran corazón y un deseo sincero de hacer el bien. Todos podemos ser el Chapulín Colorado si actuamos con nobleza.
Así que: “¡Síganme los buenos!”