Jalisco

Tribuna peligrosa: cuando opinar se castiga

Salvador Cosío Gaona

Decir lo que se piensa, disentir con firmeza o simplemente ofrecer una mirada distinta a la dominante se ha convertido, en México y buena parte del mundo, en un riesgo. La supuesta defensa de los derechos, la corrección política y la justicia institucional han comenzado a parecerse, peligrosamente, a mecanismos modernos de inquisición. Y no exageramos: hoy basta una opinión incómoda o una crítica al poder para que se desate el linchamiento digital o incluso la sanción legal.

Ahí está el caso reciente de Javier “Chicharito” Hernández. El futbolista mexicano —con amplia trayectoria internacional— habló abiertamente sobre problemáticas que enfrentan los hombres en la sociedad actual. Expresó que también existe violencia contra los varones, que el dolor humano no tiene género y que hablar de lo masculino no debe verse como una ofensa. Javier también opinó, desde su punto de vista, respecto del papel de la mujer frente a los hombres. La respuesta fue feroz: insultos, cancelación y etiquetas que lo acusaban de insensibilidad y machismo.

¿Su pecado? Pensar diferente.

Lo que siguió fue un juicio sumario en redes sociales, sin derecho a réplica, donde se perdió toda posibilidad de matiz o debate. Fue condenado no por lo que dijo, sino por apartarse del discurso hegemónico. Se convirtió en hereje del siglo XXI.

Pero más grave aún es cuando la persecución deja las redes y toma forma en las instituciones. El caso conocido como “Dato Protegido” lo evidencia. Una ciudadana, usuaria de la red social X (antes Twitter), cuestionó públicamente el modo en que una diputada sonorense habría obtenido su candidatura. La diputada —esposa del presidente de la Cámara de Diputados— presentó una denuncia, alegando que su honor fue vulnerado.

El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no solo le dio la razón, sino que impuso una sanción a la ciudadana que parece sacada de una farsa autoritaria: ofrecer disculpas públicas durante 30 días consecutivos, con un guion previamente redactado y cargado de lenguaje burocrático y victimista. Ni la crítica fue calumniosa, ni hubo odio; simplemente se trató de una opinión.

Incluso la presidenta Claudia Sheinbaum calificó la sentencia como un “exceso”, recordando que el poder debe ejercerse con humildad, no con soberbia. Pero el daño ya estaba hecho. La mordaza se impuso desde el estrado judicial. No con censura explícita, sino con la penalización de la opinión.

El mensaje es claro: si criticas al poder, lo pagarás.

Y mientras esto ocurre en los tribunales, en las calles se normaliza la justicia por propia mano. Hace apenas unos días, una mujer se volvió viral por lanzar expresiones racistas y ofensivas contra un agente de tránsito. La indignación fue legítima. Lo que no puede aceptarse es que, tras la difusión del video, esta persona fuera agredida físicamente por quienes decidieron “castigarla” sin juicio ni proceso.

¿Dónde termina la condena social válida y empieza el exceso violento? No podemos justificar la agresión, ni siquiera contra quien actúa mal. Si el linchamiento digital es preocupante, el físico es alarmante. La intolerancia no puede convertirse en método de corrección.

Estos tres casos —el de Chicharito, la sanción judicial a una crítica, y la agresión a una mujer por su conducta repudiable— revelan una tendencia peligrosa: estamos convirtiendo la libertad de expresión en un privilegio condicionado. Si no opinas como se espera, si incomodas al poder o te equivocas al hablar, puedes ser castigado.

La libertad de expresión implica justamente lo contrario: poder disentir sin temor. Poder decir lo incorrecto, debatir, provocar ideas. No puede existir democracia real si el derecho a opinar está limitado por la susceptibilidad del poderoso o la furia de la turba.

Hoy más que nunca, defender ese derecho es esencial. No se trata de proteger discursos de odio, sino de evitar que el miedo a ser sancionado calle a la sociedad. Si continuamos normalizando la censura institucional y el linchamiento público, llegará el día en que todos optemos por callar. Y entonces, ya no habrá nada que debatir… ni nadie dispuesto a escuchar.

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