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Consumir para desechar: el precio invisible de la comodidad

Vivimos en una era definida por la velocidad, la conveniencia y el consumo masivo. En la mayoría de los rincones del mundo, la posibilidad de adquirir un nuevo dispositivo, envase, prenda o herramienta con un solo clic o una visita rápida al supermercado ha dejado de ser un lujo para convertirse en una rutina cotidiana. Sin embargo, esta facilidad encierra un costo invisible pero devastador: el impacto ambiental, social y ético de un sistema económico basado en lo desechable y en la obsolescencia programada.

A medida que la basura se acumula en los vertederos y en los océanos, y que los consumidores se ven atrapados en un ciclo de compras interminables, urge reflexionar sobre las consecuencias de esta cultura del descarte y cuestionar si el modelo actual es realmente sostenible —o siquiera deseable— para nuestro futuro común.

El uso de productos desechables no es un fenómeno nuevo. Desde la aparición del plástico en la vida cotidiana, a mediados del siglo XX, la industria encontró en este material barato, versátil y resistente una solución ideal para el embalaje y el consumo rápido. Lo que comenzó como una innovación útil —las jeringas desechables, por ejemplo, fueron una revolución médica— se transformó rápidamente en una epidemia de residuos.

Consumir para desechar: el precio invisible de la comodidad

Actualmente, más del 40% del plástico producido a nivel mundial se destina a empaques que se utilizan una sola vez y luego se desechan. Botellas, bolsas, envases, cubiertos y platos de un solo uso inundan los estantes de los supermercados, las mesas de comida rápida y, eventualmente, las costas del planeta. El problema no radica únicamente en el plástico, sino en la lógica que lo sustenta: la producción para el descarte inmediato.

En nombre de la practicidad, hemos creado una cultura de consumo que considera a los objetos como algo transitorio, efímero, y sin valor intrínseco. Se prefiere comprar lo nuevo a reparar lo viejo. Se privilegia lo rápido sobre lo duradero. Así, el desecho se ha normalizado al punto de parecer inevitable.

A esta lógica de lo desechable se suma otra práctica profundamente arraigada en la economía moderna: la obsolescencia programada. Este término hace referencia a la estrategia deliberada de diseñar productos con una vida útil limitada para asegurar su reemplazo frecuente y, por ende, mantener en marcha la maquinaria del consumo.

Ejemplos sobran. Teléfonos celulares que dejan de actualizarse al cabo de pocos años, impresoras que fallan tras un número predeterminado de copias, electrodomésticos con componentes difíciles (o imposibles) de reparar. Incluso en la moda, la “obsolescencia estética” obliga al consumidor a abandonar prendas aún en buen estado porque “ya no están de moda”.

Este fenómeno no sólo tiene implicaciones ecológicas, sino también éticas. Condiciona a las personas a gastar recurrentemente en productos nuevos y genera una falsa percepción de progreso y modernidad. Además, desperdicia recursos naturales, promueve el trabajo precario en países en vías de desarrollo y exacerba las desigualdades económicas. En lugar de avanzar hacia una economía más justa y sostenible, retrocedemos hacia una dinámica de consumo irracional e insostenible. El modelo lineal de “extraer-producir-consumir-desechar” simplemente no es viable en un planeta con recursos finitos. La lógica de la obsolescencia y lo desechable no sólo degrada el entorno natural, sino que también compromete la supervivencia de las futuras generaciones.

A pesar del panorama desalentador, existen alternativas viables y cada vez más urgentes. El enfoque de la economía circular propone cambiar el modelo lineal por uno regenerativo, en el que los recursos se reutilicen, los productos se reparen y la vida útil de los objetos se prolongue tanto como sea posible.

En este modelo, los residuos no se consideran basura sino insumos para nuevos procesos. La reparación, la reutilización, el reciclaje y el rediseño se convierten en pilares de una economía más equitativa y sostenible. Algunas empresas pioneras ya están apostando por modelos de producción responsables, ofreciendo productos modulares, reparables y con garantías extendidas.

Consumir para desechar: el precio invisible de la comodidad

Por otro lado, la legislación puede y debe jugar un papel fundamental. En países como Francia, ya se exige a las empresas etiquetar sus productos con un “índice de reparabilidad”, y la Unión Europea ha impulsado el “derecho a reparar”, que obliga a los fabricantes a facilitar el acceso a repuestos y manuales de reparación. Estas medidas buscan empoderar al consumidor y reducir la dependencia de productos diseñados para fallar.

Es importante reconocer que los consumidores también tienen poder —aunque limitado— para influir en el mercado. A través de decisiones informadas, pueden apoyar a empresas responsables, exigir transparencia y evitar el consumo innecesario. Elegir productos duraderos, reparar en lugar de reemplazar, rechazar envoltorios superfluos o comprar de segunda mano son prácticas concretas que marcan la diferencia.

Más allá de los cambios individuales y las reformas legales, lo que realmente se necesita es una transformación cultural. Debemos cuestionar los valores que sostienen esta cultura de lo desechable y preguntarnos: ¿cuál es el verdadero costo de nuestra comodidad? ¿Es progreso tener que reemplazar constantemente lo que aún funciona? ¿Es libertad estar atrapados en un ciclo interminable de consumo?

La tecnología no tiene que ser sinónimo de obsolescencia. El diseño no tiene que estar reñido con la durabilidad. La innovación no debe medirse por cuántas veces podemos lanzar una nueva versión de un producto, sino por cuánto mejora realmente la vida de las personas y del planeta.

Se trata de recuperar una relación más consciente y respetuosa con los objetos que nos rodean. Valorar la durabilidad, la funcionalidad y la posibilidad de reparar como virtudes. Y, sobre todo, hay que reconocer que la sostenibilidad no es un lujo ni una moda, sino una condición necesaria para la vida.

*Dra. Sandra Pascoe Ortiz. Profesora Investigadora. Universidad del Valle de Atemajac, Campus Guadalajara

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