En efecto, el Arzobispado le confió el instituto al Pbro. Lic. Santiago Méndez Bravo. El Señor Cardenal lo mandó llamar y la reunión tuvo lugar en un modesto apartamento en la azotea del arzobispado; fue un momento significativo, además de trascendente, porque se estaba escribiendo la historia. Ese día, ¿le dieron una orden o un encargo a Méndez Bravo? Es muy probable que no pudiese decir que no, pero el tiempo demostró que aceptó de buena gana. Sobre la mesa, el Mitrado presentó el documento que suscribía el encargo y, ante la decisión de los jesuitas, le encomendaban el Pío XII.

Méndez Bravo asumió el cargo de director cuando iniciaba el curso escolar, en septiembre de 1961. Su puesto lo conservaría hasta su muerte de manera honorífica, cuando ya la UNIVA tenía campus y planteles en varios estados del occidente y centro de México. Al asumir el cargo, el Padre Santiago recibió una escuela con escasos alumnos y sumamente endeudada: debía 50 mil pesos. De sus trece alumnos, sólo seis pagaban su colegiatura. Había que aumentar la matrícula y los ingresos de la institución con urgencia; y así se hizo, gracias a una campaña de promoción parroquial, muy bien planeada, que funcionó y atrajo nuevos alumnos. Bienhechores estuvieron también dispuestos a respaldar la obra. Suma de voluntades y el deseo de no ver decaer la escuela. Con este propósito también se acudió a los sacerdotes diocesanos para reclutarlos como profesores. La promoción rindió sus frutos y para el curso 61-62 se llegó a un número de 78 alumnos que pagarían una mensualidad de 50 pesos.
El alumnado se dividió en dos clases según su interés y nivel de compromiso: los activos que presentaban exámenes y trabajos encomendados por el profesorado y los pasivos que asistían de oyentes sin más obligación.
El instituto tenía mucha vida intelectual y no era una simple escuela. Recordemos que eran los tiempos del Concilio Vaticano II, había inquietudes y expectativas entre la grey: muchos laicos querían conocer más al detalle y profundidad las verdades de su fe y para eso estaba el Pío XII, para instruirlos. Durante el ciclo escolar, sus directores programaban una serie de conferencias semanales de temas monográficos. Los temas fueron variados: la Inquisición, historia y fantasía, sexualidad, la Filosofía existencialista, la Doctrina Social de la Iglesia; estas y otras conferencias eran impartidas por connotados intelectuales y expositores: como el Padre Jesús Jiménez, el Dr. Luis Díaz Borunda y el Dr. Fernando de la Cueva (Díaz Ceja, 1991).
Además, para quienes no podían estudiar una carrera larga, había cursos sobre los más variados tópicos impartidos en planes semestrales o trimestrales sobre problemas de la moral, la doctrina social, la capacitación obrera e, incluso, de oratoria. Pero la institución quería trascender: que su mensaje y enseñanza traspasaran los muros de la escuela. Un gran proyecto estaba en gestación.
Pongámonos en contexto. Después de décadas de silencio y autocensura, los católicos querían transmitir su opinión y puntos de vista, teniendo una participación más activa en los medios de comunicación de la época. En el siglo XIX, y durante las primeras décadas del XX, la prensa católica gozaba de una presencia significativa; los católicos tenían importantes plumas que expresaban la opinión de los sectores conservadores y pro-clericales opositores a los gobiernos reformistas y revolucionarios. Vino el Maximato y, con él, la Guerra Cristera; los gobiernos emanados de la Revolución respetaban, sólo en la letra, la libertad de expresión, pero la prensa católica fue proscrita o silenciada.

Pasado el Cardenismo, para los años cincuenta del siglo pasado, la añeja tensión Iglesia-Estado aminoró. A la Iglesia y a muchos lacios, entre ellos ex-seminaristas, les interesaba incursionar en el periodismo: una carrera nada fácil. Recogiendo esta inquietud y con la aprobación del Arzobispado, el Pío XII abrió, el 3 de septiembre de 1962, ahora en su local de Pedro Moreno #701 y esquina con Pavo, su carrera de periodismo.
Abrir una escuela de periodismo resultó complicado y simplemente no tenían la experiencia: al instituto le sobraban filósofos y teólogos, pero los terrenos periodísticos le eran totalmente desconocidos. Alejandro Avilés, director de la escuela Carlos Septién García, de la Ciudad de México, les asesoró y facilitó el programa de estudios de su institución. En el menú de materias de la nueva carrera, como bien lo comenta Díaz Ceja, la vocación teologal de la institución se hizo sentir con asignaturas como Apologética, Psicología, Lógica, Filosofía… (1991).