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Álvaro Obregón y la voz de su asesino

El asesinato del general manco que se empeñó en reelegirse presidente de la República es, acaso, uno de los más narrados en la historia del México del siglo XX: fueron la ambición política y la quiebra personal los dos factores que lo hicieron mirar la silla, desde sus tierras sonorenses.

historias sangrientas

Toral fue al paredón en estado de absoluta tranquilidad. Decía que se sentía en paz, y su fe lo ayudaba: estaba seguro de que se había ganado el cielo.

Toral fue al paredón en estado de absoluta tranquilidad. Decía que se sentía en paz, y su fe lo ayudaba: estaba seguro de que se había ganado el cielo.

La ciudad de México hervía de rumores en julio de 1928, a pesar de que, aparentemente, la violencia que tiñó de rojo al país durante todo 1927 empezaba a disiparse: se habían efectuado las elecciones, con el general Álvaro Obregón como único candidato a la presidencia de la República. Sus oponentes, Francisco Serrano y Arnulfo Gómez habían sido asesinados el año anterior, y la feroz cacería de sus simpatizantes ahogó en sangre cualquier intento de vengar a aquellos generales, cuyo único error fue pensar que se respetarían sus derechos políticos.

Álvaro Obregón, pues, había ganado los comicios: recibió un millón 700 mil votos. Solamente quedaba esperar al mes de diciembre, cuando volvería a tomar posesión de las oficinas presidenciales; cuando se volvería a sentar en La Silla. No las tenía todas consigo el general. ¿Qué se chismeaba, qué se decía en esos días, en cantinas, bares, periódicos y oficinas? Ni siquiera era algo que se contara en voz baja y con discreción: se decía sin mucho pudor que más le valía al Manco ser cuidadoso. En su carrera a la reelección había dejado una estela de muerte que no sería olvidada tan fácilmente. Era muy posible que, a nombre de las víctimas, o por algo que se podría entender como “deber patriótico”, alguien se decidiera a atentar, nuevamente, contra el general.

Fueron muchas las voces que le sugirieron a Obregón quedarse en su hacienda del Náinari hasta la víspera de la toma de posesión. El riesgo de un atentado parecía muy real a los ojos de los seguidores del presidente reelecto, que, por su parte, estaba bastante despreocupado. Desoyó los consejos, les negó el aumento de sueldo a sus peones (querían más del 1.50 diarios que ganaban), diciendo que “ya se iba a recibir otra vez de presidente”, y agarró tren para la capital.

Acá lo aguardaba su destino, en la figura de un hombre que no tenía siquiera treinta años, que había sido criado en la fe católica, y que poseía un sobresaliente talento como dibujante y retratista. Álvaro Obregón no lo sabía, pero agazapada en el block de dibujo de aquel hombre, estaba la muerte, y tenía compromiso para comer con ella en un restaurante del pueblo de San Ángel.

A pesar de que la capital era un hervidero de rumores, según los cuales, en cualquier momento volverían a atentar contra la vida de Álvaro Obregón. Pero el presidente reelecto hizo oídos sordos, y se marchó a comer a San Ángel. Jamás regresó.

A pesar de los rumores, según los cuales, en cualquier momento volverían a atentar contra la vida de Álvaro Obregón, el presidente reelecto hizo oídos sordos, y se marchó a comer a San Ángel. 

LA TORMENTA EN EL ALMA DEL ASESINO

José de León Toral tenía poco más de 27 años cuando, al calor del conflicto religioso, decidió que a él le tocaba matar a Álvaro Obregón, para que el país dejara de sufrir. Era un personaje callado, de índole reflexiva, criado en un profundo catolicismo. Había tenido, no bien llegó a la primera juventud, varios empleos pequeños, y había trabajado al lado de su padre, metido en negocios de minería. Tomó un curso de un año de taquimecanografía -una de esos “oficios modernos” de principios del siglo XX- y había hechos dos años de estudios “de bellas artes”, en los que había aflorado su notorio talento como dibujante. Casado y padre de dos hijos pequeños y uno más en camino, a José de León Toral el tiempo no le había alcanzado para continuar su formación artística.

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Su catolicismo lo llevó a la inquietud y a la inconformidad cuando estalló el conflicto religioso y se cerraron los templos. Era asiduo visitante de las casas donde, de manera encubierta se decía misa y se administraban los sacramentos, y entre sus amigos había militantes de la Liga Nacional de la Defensa de la Libertad Religiosa, y de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM). Una de aquellas amistades, con la que compartía su afición al futbol -jugaban en el mismo equipo- era el joven Humberto Pro.

El fallido atentado del año anterior y el trágico final de los implicados, conmovió a Toral. A ese impacto emocional se sumó el breve diálogo que sostuvo con la monja Concepción Acevedo de la Llata, conocida familiarmente como la Madre Conchita, en esos mismos días:

TORAL: Acabo de oír un comentario en un tranvía, diciendo que un rayo mató al aviador Carranza, y que fue castigo del cielo…. ¡Cómo ese rayo no lo mandó Dios al señor Obregón o al señor Calles!

MADRE CONCHITA: Pues eso Dios sabrá. Lo que sí sé es que para que se componga la cosa, es indispensable que mueran Obregón, Calles y el Patriarca Pérez [un extravagante sacerdote que se había autonombrado líder de una “iglesia nacional”].

Aquella brevísima conversación le costaría a la religiosa ser procesada, acusada de la autoría intelectual del crimen, a pesar de la insistencia de Toral: él, y solo él, era responsable del plan para matar a Álvaro Obregón.

Extraños caminos se tejían en la ciudad de México en julio de 1928: en las altas esferas políticas no dejaba de temerse un nuevo atentado, mientras Toral, a quien no se pudieron probar nexos con los enemigos políticos y militares de Obregón, por su cuenta, y decidido a ganarse el cielo matando al tirano, conseguía una pistola en préstamo, se iba de excursión un par de ocasiones, para aprender a tirar, y empezaba a seguir, silenciosamente, al objeto de sus obsesiones. En el alma de José de León Toral empezaba a germinar una tormenta de emociones, y, no obstante, se movía con serenidad. Había escogido su destino, y estaba seguro de que no saldría con vida de su encuentro, cara a cara, con Obregón.

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Lo siguió por la ciudad de México, con la pistola pegada al pecho, aguardando el momento adecuado. Falló en sus cálculos varias veces, y en algún momento sintió miedo de estar demasiado al descubierto. Tiempo después corrió en Sonora la versión, infundada, de que Toral, disfrazado de vendedor de “pastillas para purificar la sangre”, había estado en la hacienda del Náinari, la famosa Quinta Chilla, y que incluso llegó a tocar a la puerta de la casa de la familia Obregón, y que intentó venderle su mercancía a doña María Tapia, la esposa del general, fracasando en su intento por entrar a la residencia y matar ahí al Manco. A la larga, en torno a aquel hombre de talante silencioso, se tejería la leyenda, como correspondía al audaz matador del sonorense que nunca había perdido una batalla.

UNOS DIBUJITOS PARA EL GENERAL

Visto a la distancia, es inevitable que surjan, todavía, muchas preguntas en torno al asesinato de Obregón. Llama la atención que la vigilancia en torno al restaurante La Bombilla, ubicado a la entrada del pueblo de San Ángel, fuera mínima aquel 17 de julio de 1928. La versión que siempre sostuvieron los diputados guanajuatenses, organizadores de la reunión, es que se trataba de que Obregón se sintiera a gusto, sin prensa enchinchándolo, y sin un mar de guardaespaldas rodeando la reunión, que se decía de amigos sinceros.

Dicho con el lenguaje de la actualidad, la seguridad se relajó al extremo de que José de León Toral, quien, por puras inferencias había concluido que el general iba a comer en La Bombilla, llegó y preguntó por un señor Cedillo. Le dijeron que seguramente “estaba allá adentro”, y de esa manera el asesino entró, sin que nadie le obstaculizara el acceso.

Toral se encontró con una reunión que, al menos en apariencia era cordial, con la orquesta de Esparza Oteo brillando, con el general pidiéndole a los muchos fotógrafos de prensa que inevitablemente llegaron, que aguantaran un poco, que lo dejaran comer en paz, y que, al terminar, con gusto se dejaría tomar cuantas imágenes desearan los chicos de las cámaras. “Van a ver que bonitas fotografías van a salir”, les dijo. No lo sabía, pero aquella reunión sería asunto de primera plana en toda la prensa del país.

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Como se sabe, Toral se fue acercando a Obregón, mostrando aquí y allá los buenos retratos y caricaturas que iba trazando en su block de dibujo. Nadie lo registró al entrar, y por lo tanto nadie se imaginó que el habilidoso dibujante llevaba una pistola. Al acercarse al presidente reelecto, que comía con buen apetito, cambió de mano el block; sacó el arma, y vació su cargador.

Todo se volvió caos y gritos. El general, muriendo, se ladeó y luego cayó sobre la mesa; su cuerpo se deslizó hacia el piso. Los primeros en reaccionar sujetaron a Toral, mientras gritaban que nadie fuera a matarlo; de otra forma, jamás se sabría quién estaba detrás del asesinato. El homicida, no obstante, no se libró de una formidable tanda de golpes y puntapiés. Con el rostro hinchado, fue llevado a la prisión del pueblo de Mixcoac.

Todos los que hablaron con él en esas primeras horas, después del crimen, nada pudieron sacarle: se llamaba Juan, dijo, y de ahí no lo sacaron. La gran pregunta, la esencial pregunta era: “¿Quién te mandó?” Y una y otra vez, aquel hombre respondía: “Yo lo planeé solo. Yo lo hice solo. Soy el único asesino de Álvaro Obregón”.

HABLA EL CRIMINAL

Ni siquiera frente al presidente Plutarco Elías Calles cambió la declaración de José de León Toral. No había más que hacer: sería procesado, aunque todos sabían que ya era hombre muerto. Para tener más o menos contentos a los obregonistas, que desconfiaban de todos, y que no bajaban la voz para insinuar que, tal vez, el mismísimo presidente estaba detrás del asesinato, Calles cambió al titular de la Inspección de Policía por un obregonista, y se pidió a Toral que designara a sus defensores.

Pero Toral no quería a nadie que le representara en el proceso. Lo ignoraron y le nombraron abogados de oficio: Miguel Collado y José García Gaminde, quienes decidieron argumentar que el homicida padecía demenxcia, y con ello evitar que lo condenaran a muerte. A Toral no le gustó para nada la idea: una y otra vez insistió en que no estaba loco, en que sabía perfectamente lo que hacía y cuáles podrían ser las consecuencias. A pesar de sus reparos, los abogados solicitaron un dictamen siquiátrico y médico, con la esperanza de que en él hubiera algo que sirviera a su estrategia.

El recurso fracasó, porque del extenso interrogatorio, los especialistas concluyeron que Toral ni estaba loco, ni tenía ideas delirantes, ni padecía enfermedad, heredada o contraída, que afectara sus facultades mentales. El dictamen se entregó en septiembre de 1928, y a las pocas semanas el abogado Collado abandonó el caso. El muy prestigiado jurista Demetrio Sodi, se ofreció a representar, gratuitamente, al acusado.

Sodi se olvidó del asunto de la locura, y asumió que se trataba de un crimen político. Las declaraciones de Toral a lo largo del juicio público ratificaron esa idea. Con perfecta calma, respondió, cuando le preguntaron si no juzgaba un acto terrible matar a un hombre: “no es falta de piedad segar una vida para asegurar las vidas de millones de almas”. Tarde se enteraría Toral de que Obregón pudo haber accedido a conciliar para resolver el conflicto religioso. Incluso, en el interrogatorio psiquiátrico se anotó que el criminal tenía “un arrepentimiento relativo, al saber que el señor Obregón no era tan malo como lo imaginaba”.

EL FUSILAMIENTO, EL SEPELIO

Como exigían los obregonistas, José de León Toral fue 

sentenciado a muerte. Lo fusilaron en la Penitenciaría en febrero de 1929, y su sepelio se convirtió en una manifestación multitudinaria. Los grupos católicos asegurarían que fueron 150 mil los que acompañaron al muerto a su fosa del Panteón Español. Su joven esposa, desamparada, con tres hijos, volvería a casarse. Entre burlas y veras, el famoso diálogo: “¿Quién mató a Obregón? -¡¡Cálles..e la boca!!” se dijo en todos lados y en todos los tonos. Con el tiempo, algunos grupos conservadores iniciaron una causa para llevar a Toral a los altares, como mártir del conflicto religioso. El proceso, se sabe, está congelado: la iglesia católica no canoniza homicidas.