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Ambición, avaricia y muerte: el caso de los hermanos Villar Lledías

En el México de los años cuarenta del siglo pasado quedaban personajes anclados en el pasado, que desconfiaban de los bancos, que administraban lo mucho o poco que tuvieran “a la antigua”, y que se daban el lujo de “vivir de sus rentas”. Entonces, como ahora, nadie sabe quién lo observa desde lejos. Y eso fue, en el caso de tres solterones que vivían en una casona del centro de la capital, lo que les costó la vida a dos de ellos, y, a la sobreviviente, la sumió en un torbellino de horror

A las autoridades, con

A las autoridades, con "línea" del procurador, les pareció sospechoso que María Villar hubiese dejado transcurrir toda la noche y parte de la mañana posteriores al asalto, para dar aviso a las autoridades./

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Tuvo miedo, dijo después, no supo qué hacer. Paralizada por el horror, lastimada por los golpes que recibió en el rostro, María Villar Lledías pasó la noche del 23 de octubre de 1945 encerrada en su casa de República del Salvador 66… con los cadáveres de sus hermanos, Ángel y Miguel. Al llegar el amanecer, la mujer salió de su hogar y caminó hacia la cercana calle Cinco de Febrero, donde vivía una amiga suya. A ella le contó el infierno que había vivido, la buena fe de la mujer a la que recorrió, la decidió a comunicarse a la Jefatura de Policía.

Recibió la llamada de auxilio el comandante Andrés Medina Navarro, quien escuchó las palabras de aquella anciana: “Unos ladrones asesinaron a mis dos hermanos y se robaron nuestro dinero”. Medina pidió la dirección, y acompañado de su asistente y de un amigo, el detective privado Silvestre Fernández, se trasladó a República del Salvador, entre las calles de Bolívar e Isabel la Católica. Era esa una cuadra llena de casonas viejas, que habían tenido tiempos mejores hacía uno o dos siglos. La casa que buscaba, la número 66, estaba casi frente al ruinoso palacio que un día fue el hogar del riquísimo Conde de Regla, y a pocos pasos del Teatro Arbeu, montado sobre los restos del oratorio y el templo de San Felipe Neri.

La casa que buscaba era la de los hermanos Villar Lledías, muy conocidos en el rumbo por tres cosas: una, que eran tres solterones ya entrados en la ancianidad; otra, que eran profundamente avaros, y por último, un rasgo que tenía tintes de leyenda: que eran inmensamente ricos, dueños de una fortuna fabulosa que ocultaban en numerosos rincones y escondites de la casona que habitaban, sin sirvientes ni colaboradores de ninguna especie; sin teléfono propio y sin un radio, como los que poseían casi todos los hogares de México.

En suma, los Villar Lledías eran casi unos fantasmas; personajes anclados al pasado, nacidos en el siglo XIX y que se habían hecho adultos en los tiempos en que Porfirio Díaz gobernó. Vivían como extranjeros, como ajenos al país que se movía hacia los tiempos de reconstrucciones y de nuevas instituciones que propició ese espíritu de progreso y de reconstrucción que llevaba consigo la posguerra.

Al no tener pistas para resolver el doble homicidio de los hermanos Villar Lledías, el procurador del Distrito Federal inculpó a la hermana sobreviviente, María, sobre la que llovieron calumnias./

Al no tener pistas para resolver el doble homicidio de los hermanos Villar Lledías, el procurador del Distrito Federal inculpó a la hermana sobreviviente, María, sobre la que llovieron calumnias./

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Fue la ambición criminal la que llamó a la puerta de los hermanos aquella noche de octubre. La acompañaba la muerte, y, al abrirse paso en la casona, no solo segaron dos vidas; arrojaron a María Villar a un infierno que ella nunca habría podido imaginar, porque al dolor de la agresión física, al espanto de ver muertos a sus hermanos, se sumó el infierno de las falsas acusaciones y los desaforados juicios e invenciones de la prensa de nota roja.

La fortuna de tres avaros

Los hermanos Villar Lledías, Miguel, Ángel y María eran, sin duda, parte del chismorreo de la calle República del Salvador. Se sabía que eran herederos de una fortuna importante, que en su juventud habían disfrutado de la bonanza familiar y habían viajado por Europa. De ellos, incluso, se decía que tenían parentesco con nobles españoles, oriundos de Andalucía. Algunos contaban que estaban emparentados con un extraño título novohispano, los condes de Cotija. Ninguno de los hermanos se casó, y habían llegado a la vejez: en 1945, Miguel tenía 69 años, María 65 y Ángel 64. En una época en que la esperanza de vida en México era casi de 45 años para los varones y casi 49 para las mujeres, los Villar eran, sin duda, unos ancianos, para toda persona que los conociera.

Era sabido que los Villar Lledías “vivían de sus rentas”: eran propietarios de numerosas casas y vecindades en el centro de la ciudad, de las que obtenían buenas ganancias por concepto de alquiler. Además, se dedicaban a prestar dinero, y, en particular, solicitaban como garantía las joyas que los particulares, en caso de necesidad, poseyeran. Para nadie era un secreto que los hermanos desconfiaban de los bancos modernos, y que resguardaban su dinero en algún rincón de la casa que habitaban. El chisme, esa serpiente que repta por ciudades grandes y pequeñas, afirmaba que la fortuna de los tres hermanos era de unos veinte millones de pesos, y que buena parte de ese dinero estaba materializado en un lote de joyas que nadie había visto en detalle, pero que sumaba lo heredado de la familia a lo que, al paso del tiempo, había pasado a su propiedad, a causa de préstamos que los clientes en apuros no habían logrado pagar.

Pero si el patrimonio de los hermanos Villar rondaba las dimensiones de lo fantástico, la vida de todos los días, los pequeños actos en los que interactuaban con sus vecinos de la calle República del Salvador hablaban de una avaricia brutal: solían vestir ropas gastadas y remendadas una y otra vez; se les veía acudir, a diario, a un restaurante, el Café Principal, a un par de cuadras de su casa. Allí solían consumir los platos más sencillos y baratos, y eran famosos entre las meseras del lugar por las propinas miserables que dejaban, y eso cuando lo hacían. A pesar de todos sus recursos, carecían de teléfono propio, y si era menester atender alguno de sus negocios, por medio de una llamada, Ángel dejaba la casa para realizarla. Miguel estaba ciego, salía muy poco, y siempre acompañado de su hermana María, quien le servía de guía.

En el torbellino de la tragedia, María narraría a la prensa la causa del comportamiento de los tres hermanos, a quienes todos tenían por ancianos extravagantes. Se sabían viejos y carecían de parientes jóvenes a quienes recurrir para apoyarse en las pequeñas necesidades de la vida diaria; por eso habían ido convirtiéndose en poco menos que ermitaños, y sumamente desconfiados.

Y tenían razón: en torno a ellos había muchos curiosos, algunos movidos simplemente por la extrañeza de ver a aquellos viejos, viviendo como podrían haberlo hecho un siglo atrás. Otros los miraban con malicia, aguardando el momento propicio para penetrar en la casa de República del Salvador 66 y ponerle la mano encima a aquella fortuna fabulosa. ¿qué se haría con los hermanos? La mente criminal que estaba ya maquinando cómo hacerse de ese dineral, lo tenía claro: los tres eran débiles, uno estaba ciego. Eran las víctimas perfectas. No harían ruido ni lucharían demasiado. Y si alguno cometía el error de resistir, sería muy sencillo mandarlos al otro mundo. De todas maneras, no se iban a llevar aquel caudal para seguir atesorándolo en el más allá.

La muerte se mueve en la oscuridad

La tarde del 23 de octubre de 1945, un grupo, organizado y dirigido por un hombre que después fue identificado como Fermín Esquerro Farfán, se apersonó en República del Salvador 66. Sabían que los Villar estaban indefensos. Habían visto salir a Ángel. Después, su hermana declararía que el menor de los hermanos había salido a arreglar algún negocio por teléfono. Ella estaba en su recámara, zurciendo ropa, y Miguel estaba ya en cama, disponiéndose a dormir. Eran las cinco y media de la tarde.

Una hora después, se escucharon ruidos en el zaguán de la casa. María los escuchó, y supuso que su hermano estaba de vuelta. Pero al demorarse el saludo de Ángel, avisando su regreso, ella empezó a intuir que algo extraño ocurría.

Avanzó por el pasillo y entró al salón: “¿Eres tú, Ángel?”, pero nadie le respondió.

Quiso moverse, de regreso al corredor, pero un fuerte golpe en la cabeza la derribó: Gritó en la oscuridad. Una mano ruda la tomó por el cuello y la zarandeó, al tiempo que una voz gruesa la amenazaba: “¡Si pide usted socorro, la mato!”

María quiso luchar. Logró empujar a su atacante, pero de inmediato recibió una lluvia de golpes e insultos. Por eso se dio cuenta de que no era un solo hombre el que había entrado a la casa. Le pegaron en el rostro, en la cabeza. Sentía como, poco a poco, la cara se le hinchaba. Los delincuentes la arrastraron a un sillón del salón, donde la amarraron con cordeles.

En la oscuridad, María Villar sintió como uno de aquellos hombres arrastraba un bulto, que dejó a sus pies. Luego se daría cuenta de que se trataba de su hermano Ángel, a quien los asaltantes habían sorprendido y ahorcado cuando abría la puerta para entrar a la casa.

En su alcoba, el ciego Miguel se inquietó: no escuchaba las voces de sus hermanos, y sí un extraño bullicio: golpes, sonidos de algo que era arrastrado. Como pudo, se levantó y, sujetándose a las paredes, caminó hacia el salón, llamando a María. Los hampones se arrojaron contra el mayor de los Villar Lledías: el pobre anciano, ciego, también murió estrangulado.

En la oscuridad, María escuchó a los ladrones ir y venir por la casa, dar portazos, derribar muebles, romper objetos. Luego, el silencio. Aterrorizada, tardó mucho en decidirse a tratar de liberarse. La mujer invirtió horas que le parecieron eternas en zafarse de las ataduras. Al incorporarse e iluminar el salón, vio con horror que el bulto arrojado a sus pies era el cadáver de su hermano más joven; Encontró en una de las recámaras el cuerpo de Miguel. Tirada junto a él, estaba la dentadura postiza que había perdido cuando luchaba por su vida.

Los malos funcionarios y los criminales 

La noticia del doble crimen corrió con rapidez por el Centro. Docenas de curiosos se agolpaban en la calle. El comandante Medina, seguido por diez policías de la Cuarta Delegación, se abrió paso a empellones. Cuando entró en la casa, ya lo seguían también los reporteros de la fuente policiaca.

Así se empezó a tejer una narrativa violenta, que muy pronto empezó a suplir los hechos con la fantasía, para llenar planas y planas en los periódicos. En su escape, los asaltantes habían dejado, regados por el suelo, billetes de diversas denominaciones. En un caótico registro de todos los posibles escondrijos de los ancianos, los delincuentes habían dejado la casa patas arriba. La prensa afirmaría que los Villar Lledías vivían en una casa dominada por el desorden y la desidia.

De inmediato, la policía interrogó a fondo a María. No podían explicarse por qué la anciana había esperado tanto tiempo para dar parte a las autoridades. No les pareció normal que una mujer, golpeada y aterrada hubiera quedado en shock.

Empezaron las especulaciones, porque, en principio, no había pistas. Pasaban los días, el caso Villar Lledías seguía siendo un escándalo, y la policía quedaba como ineficaz, como incompetente.

La presión pública es grande. Deseoso de salir de dificultades, el Procurador del Distrito Federal, Francisco Castellanos, decide que María es el cerebro del crimen; que ella ha organizado el asesinato de sus hermanos para quedarse con toda la fortuna, que, declara ella, ni de lejos se acerca a los 20 millones que afirma la leyenda. Admite, eso sí, que el lote de joyas que ocultaba en un ropero de su recámara valía unos 200 mil pesos. Las declaraciones de María le bastan al procurador para determinar que ella es la culpable.

El juez Eduardo Ferrer MacGregor determina que María Villar Lledías es culpable y le dicta formal prisión, acusada del doble homicidio: la prensa produce una brutal avalancha de narraciones sin sustento: afirma que la anciana cometía incesto con sus hermanos; que en el patio de la casa se habían descubierto entierros de fetos humanos, producto de aquellas relaciones pecaminosas y escandalosas. Enmedio de la gritería popular, María es encerrada en Lecumberri.

Aconsejada por su abogado, hace un llamado público: ofrece una recompensa de cincuenta mil pesos a quienes proporcionen pistas para dar con los criminales. Sólo de esta manera aparece un personaje al que le regresa la memoria: a Antonio Herrera Pérez, soldado retirado con ocho hijos, que vive en el callejón de Tizapán, en el barrio de Niño Perdido, le habían invitado a participar del crimen. Poniendo la honestidad por delante, rehusó el ofrecimiento, pero dio nombres y pistas.

Siguiendo las indicaciones, en Real del Monte, Hidalgo, las autoridades y un detective contratado por el abogado de María Villar, dan con Lorenzo Reyes Carbajal, Alfredo Castro Araiza y Alfonso Tolero, todos delincuentes con antecedentes por robo. Empezaron a hablar. En total, fueron cinco los que asaltaron la casa de los hermanos Villar. A cada uno le dieron mil 600 pesos, y en la casa de uno de ellos encontraron el lote de joyas. Surgieron los nombres que faltaban: Macario Mondragón y Fermín Esquerro Farfán. No querían matarlos, dijeron. Pero los viejos empezaron a gritar y a querer pelear… no tuvieron de otra.

Al aprehender a Esquerro se aclararon algunas cosas: carecía de ambos brazos y usaba unos de madera. Por eso propinó a María Villar golpes tan severos en el rostro.

La sobreviviente de los Villar Lledías fue liberada entre disculpas. Los reporteros que escribieron los infundios jamás reconocieron sus exageraciones. Los asesinos purgaron condenas de veinte años de cárcel, cada uno. María abandonó la casa donde habían muerto sus hermanos, y se afirmó que dio lo que restaba de su fortuna a una institución benéfica. Si dio la recompensa prometida al ex soldado Herrera, no se sabe. El mundo volvió a acordarse de ella cuando murió, en 1974.