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El catolicismo soterrado en tiempos del conflicto religioso

Pasado el pánico inicial por el cierre de los templos, en lo que era el inicio del conflicto religioso detonado por el gobierno de Plutarco Elías Calles, y mientras algunos estados de la República se incendiaban al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, en muchas ciudades los creyentes católicos empezaron a desarrollar una resistencia tenaz: unos se convirtieron en apoyo para las fuerzas que empezaron a ser llamadas cristeras; otros prestaron casas y abrieron sus puertas y sus sótanos para que, fuera de los templos, se siguieran administrando los sacramentos

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En muy poco tiempo, el cierre de los templos católicos fue superado por la feligresía, que halló muchas formas de resistir, como una manera de participar en el conflicto religioso

En muy poco tiempo, el cierre de los templos católicos fue superado por la feligresía, que halló muchas formas de resistir, como una manera de participar en el conflicto religioso

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Poco a poco, el conflicto entre la Iglesia católica y el gobierno callista llegó al terreno de la rebelión y los enfrentamientos armados. Las organizaciones católicas que se vincularon a los grupos que se empezaron a conocer como “cristeros” se volvieron mensajeros y proveedores de bastimentos. Fueron muchos los hombres y mujeres que arriesgaron sus vidas por llevar información o transportar parque, desde la capital, a las entidades del Bajío y el occidente del país, donde se iba configurando un brutal campo de batalla.

En las ciudades quedaban muchos católicos que consideraron que una forma de resistencia era seguir frecuentando los sacramentos, en donde se pudiera, a la hora que se pudiera y eludiendo la vigilancia de las autoridades. Se temían, y con razón, las delaciones, pero muchos se guardaron el miedo en el punto más recóndito de sus almas, y decidieron arriesgarse.

Pese a las opiniones de Plutarco Elías Calles, México era un país mayoritariamente católico, con núcleos de profunda devoción. Ese factor propició que, efectivamente, el culto católico continuara, de manera soterrada, y en numerosas casas de particulares. En ocasiones se efectuaban ceremonias religiosas de la manera más discreta posible, y, en otros casos, desafiando sutilmente las leyes mexicanas, se daban a conocer algunos de esos sucesos familiares tamizados por la religión.

Viejos y nuevos conventos

Una vez más, se habló de exclaustrar a las mujeres que vivían en comunidades religiosas, y forzarlas a dejar de vestir los hábitos de las órdenes a las que pertenecían. Grupos policiacos rondaban las calles de la ciudad de México, de los pueblos cercanos a la capital, como Tlalpan, Tacubaya y San Ángel, y la estrategia se extendió a muchas entidades del país.

La estrategia estaba muy definida: si los policías detectaban la existencia de un convento, debían proceder a clausurarlo, hacer salir del lugar a las monjas, y verificar que fueran llevadas ante las autoridades, y de ahí con sus parientes. Muy pronto, y con la complicidad de muchos de los vecinos de los conventos, las monjas, aparentando resignación, se dejaban exclaustrar y entraban en comunicación o con sus familiares o con las autoridades eclesiásticas; fingían dispersarse y luego, de manera subrepticia, conseguían alguna casa, prestada por algún simpatizante con recursos, y rehacían su vida en comunidad, rigiéndose por la regla de su orden. Por discreción, y para evitar que se detectara la nueva sede del convento en cuestión, las monjas se vieron en la necesidad de abandonar los hábitos de sus órdenes y vestir como cualquier otra mujer mexicana. Les ayudaban las tendencias de la época en materia de moda, pues sus cortos cabellos las ayudaban a confundirse entre las muchas habitantes de este país que ya habían adoptado el corte “a la Bob”.

Estos conventos disimulados vivían en permanente vigilia, ayudadas por sus vecinos o por sus simpatizantes, que, al ver aparecer en el rumbo a algún grupo de gendarmes o de soldados, alertaban al convento para que aparentaran que la casa en cuestión no era sino la de una familia cualquiera.

Concepción Acevedo de la Llata, la “Madre Conchita”, superiora de un convento de monjas capuchinas, y que luego se haría famosa al ser acusada de la autoría intelectual del asesinato de Álvaro Obregón, narró en sus memorias cómo, al inicio del conflicto religioso, el convento donde residía, en el pueblo de Tlalpan, fue clausurado por la policía y sus monjas dispersadas. En cuestión de unos pocos días, el convento se había rehecho, refugiado en una casita de la calle de Mesones, en el centro de la ciudad de México, donde carecían de muebles y dormían en jergones, observando lo mejor que se podía la regla de la orden, y evitando en lo posible despertar sospechas.

Casos como el de la monja Acevedo se repitieron en muchas poblaciones del país, donde los núcleos católicos eran particularmente combativos. Se trataba de mantener la vida en religión sin exponerse de manera gratuita.

Otro modo de ser católico

A partir de 1926 y por espacio de casi tres años, quienes eran devotos católicos encontraron poco a poco el modo de seguir viviendo dentro de su fe sin enfrentarse directamente al gobierno federal. A partir de las comunidades integradas en torno a uno u otro templo católico, se organizó una discreta resistencia: las casas particulares se ponían al servicio del párroco para decir misa y para la administración de sacramentos, actividades todas que se pretendía fueran un modelo de discreción.

¡Discreción era la palabra!, y fue más complicado de lo que, casi cien años después, nos parecería a los habitantes del siglo XXI, porque muchos de esos sucesos de la vida, los nacimientos, los matrimonios, los fallecimientos y algunos hitos relevantes de la fe católica, como las confirmaciones o las primeras comuniones, se celebraban de manera rumbosa entre la élite posrevolucionaria, y las bodas en la iglesia tal o los bautizos en el templo cuál se volvían ocasiones de contento que se compartían de manera pública por medio de un género que, con los años, ha pasado de moda, pero que en algunas épocas fue indispensable para ciertos sectores de la sociedad mexicana: las crónicas de sociales.

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El cierre de los templos silenció de golpe esas bulliciosas costumbres. No se dejaron de bautizar recién nacidos, ni dejaron de celebrarse matrimonios. Tampoco se dejaron de celebrar misas y los niños y niñas que estaban en edad y se sabían el catecismo pudieron hacer su primera comunión. Pero todo aquello fue “discreto”. A puertas cerradas, en la casa de algún vecino de la parroquia, que tenía suficiente espacio para efectuar la ceremonia. No había un rumbo determinado donde se diera este catolicismo encubierto; lo mismo podían ser algunas de las viejas casas del centro de la ciudad que las grandes mansiones de las clases adineradas en colonias nuevas, modernas y elegantes, como la Roma y la Juárez, en la ciudad de México.

Pero, con todo y todo, los más ricos se resistían a vivir en el disimulo en esos momentos importantes de sus vidas: casos hubo en que los hogares donde se realizaría un matrimonio eran adornados con kilos de flores y ricos cortinajes; las notas de las bodas se publicaban con menos despliegue en los periódicos, y el que se anotara que el matrimonio se celebraría en la casa de la novia equivalía a decir que se trataba de la ceremonia católica. Por otro lado, algunas fiestas religiosas o sus derivaciones, como los días de Carnaval, se siguieron realizando, simplemente “limándoles” el aspecto religioso.

En misas y diversas ceremonias se montaban altares y los que daban asilo a esos templos improvisados adquirieron maña y rapidez para desmontarlos, en caso de que algún chismoso los denunciara ante la policía. Porque eso llegó a ocurrir. En la prensa de aquellos días, llegaron a publicarse notas dando cuenta de un grupo de católicos —con frecuencia mayoritariamente mujeres— detenidas y llevadas a las delegaciones de policía, por haber sido sorprendidas escuchando misa.

En esos casi tres años, surgieron en el clero personajes que, arriesgando su seguridad y su integridad, llevaban adelante su ministerio sin involucrarse directamente en la lucha armada. Uno de los casos famosos en este sentido es el del sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro, asignado a la parroquia de la Sagrada Familia de la colonia Roma de la ciudad de México. Pro solía disfrazarse para moverse por la ciudad, para ir a decir misa o administrar los sacramentos a enfermos y moribundos. La suerte se le acabó cuando se le relacionó con el atentado contra Álvaro Obregón. Aunque no se pudo demostrar de manera contundente su participación en el intento de homicidio, Pro fue fusilado. Hoy es beato de la Iglesia católica y existe un proceso para canonizarlo.

La doble moral revolucionaria

Acaso Calles no contaba con el hecho de que, en el seno de muchas familias vinculadas a su gobierno, había convencidos católicos. Esto generó un fenómeno de doble moral: algunos de los generales importantes de la estructura federal tenían madres o esposas que no imaginaban sus vidas sin ir a misa o sin que un sacerdote les casara a la hija o al hijo.

Así, había esposas de funcionarios que prestaban sus casas para que se dijera misa, o un entresuelo para celebrar una confirmación. Eso equivalía a tener una especie de “seguro”, pues nadie, aunque se recibiera la denuncia, se iba a ir a perturbar a la familia del secretario Fulano o el general Mengano, no fuera a ser que acabaran metidos en graves problemas.

Esta doble moral duró casi tres años, y, cuando se establecieron los llamados Acuerdos de 1929 con los que terminó la Guerra Cristera, todo pareció volver a la normalidad. Sin darnos cuenta, esos tres años modificaron sustancialmente una parte de la vida cotidiana, que se iba haciendo más laica.

Sin embargo, aquellos acontecimientos marcaron a mucha gente. Todavía en los albores de este siglo, había ancianos muy mayores, que contaban cómo habían sido bautizados en un sótano, con el padre Pro en la habitación de al lado.