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El Centro Escolar Revolución y las utopías de sus constructores

¿Puede una escuela dar cuenta de las ilusiones de un país? Mucho antes de que los historiadores empezáramos a emplear la palabra “resignificar”, en el México de los años 30 del siglo pasado algo ocurrió en los terrenos ocupados por la peor prisión de la capital del país. Se necesitaban nuevos planteles, es cierto. Pero también se trataba de ahuyentar a algunos de los peores fantasmas del pasado porfiriano

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Centro Escolar Revolución

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Era noviembre de 1934, y el jefe del Departamento del Distrito Federal, Aarón Sáenz, pronunciaba un discurso inaugural. Una nueva escuela abría sus puertas, pero no se trataba de un colegio cualquiera, de una “escuelita”. Se trataba de una construcción poderosa destinada a proporcionar educación a cinco mil niños, que, en la ciudad de México de hace 89 años, eran muchos niños. Para dejar claro que en aquel enorme plantel parecían cristalizarse las ambiciones sociales de la Revolución con mayúsculas, el gobierno de Abelardo l. Rodríguez resolvió bautizar aquel sitio sumando el concepto que José Vasconcelos había desarrollado una década antes para redefinir los espacios escolares, al gran proceso que había transformado socialmente al país: Centro Escolar Revolución.

La ciudad soñada por los revolucionarios se expandía. La política educativa de Álvaro Obregón le había heredado al país no solo grandes programas editoriales y la obsesión por los bailes regionales y las tablas gimnásticas. En términos prácticos, las primeras obras públicas de gran envergadura habían sido desarrolladas para que la Secretaría de Educación Pública volviera realidad sus proyectos. Y aunque Vasconcelos había abandonado antes de tiempo aquel joven pero enorme barco, muchas de las líneas de trabajo que él había propuesto siguieron teniendo resonancia a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Una de esas era la construcción de escuelas.

Por dentro, la escuela fue adornada con murales de densa politización, realizados por Raúl Anguiano, integrante de la Liga de Artistas Revolucionarios.

Por dentro, la escuela fue adornada con murales de densa politización, realizados por Raúl Anguiano, integrante de la Liga de Artistas Revolucionarios.

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Una creencia generalizada es que el sistema de escuelas públicas, como hoy lo conocemos, nació de la inventiva de Vasconcelos. En realidad, el primer titular de la SEP construyó escuelas, ciertamente, pero ni en sueños la cantidad necesaria para asegurar que todos los niños de México tuvieran acceso a la educación laica, gratuita y obligatoria que el gobierno federal estaba comprometido a proporcionar. Y aunque las escuelas vasconcelistas eran pequeñas maravillas urbanas, con bibliotecas, pequeños teatros al aire libre, salones para clases de danza, y, si se podía, hasta albercas, lo cierto es que nunca hubo presupuesto para que todos los planteles públicos fueran así de estimulantes.

Pero en ese sentido, la propuesta vasconcelista había tenido continuidad en varios aspectos: el más importante, que era necesario seguir construyendo escuelas, espaciosas e iluminadas, en vez de estar adaptando casas viejas. Un segundo punto, que era muy relevante dotar a esas nuevas escuelas de murales, porque eran la mejor manera de asegurarse de que la experiencia estética estaría presente en la formación de los alumnos. Por eso, a la vuelta de diez años, algunos de los planteles construidos tenían un cierto perfil común.

Pero el Centro Escolar Revolución era, además de todo lo práctico y funcional que se quisiera, era un enorme símbolo de lo que en 1934 se entendía por “educación moderna”. El gobierno capitalino presumió que era tan grande porque se había diseñado para dar clases nada menos que a cinco mil niñas y niños y, además, porque se trataba de borrar toda huella de los edificios que anteriormente ocuparon el terreno.

“En este sitio donde se levanta el Centro Escolar Revolución” -proclamó Aarón Sáenz- “derribamos con gran placer, piedra por piedra, una prisión inmunda que sirvió de instrumento de venganza a la vieja dictadura que, no sabiendo hacer hombres libres, quiso acallar en ella las ansias de libertad encarcelando a muchos precursores de nuestros movimientos revolucionarios, que deshonró muchos años a nuestro país, y en su lugar ahora levantamos este grandioso plantel educativo popular”. Según Sáenz, el Centro Escolar Revolución era la demostración de la “fuerza moral de un gobierno revolucionario”.

Pues, ¿en dónde se encontraba este novedoso centro escolar? ¿Cómo era que de escuela masiva se volvía reflejo de la lucha revolucionaria contra todo lo que oliera a porfiriato? Pues es que la nueva escuela, que tenía talleres para que los escolares aprendieran habilidades en mecánica y carpintería, que tendría una formidable biblioteca y ¡una alberca! funcionaba en un terreno ubicado en el cruce de la vieja avenida Arcos de Belem y Balderas, en la orilla de la relativamente joven colonia de los Doctores, y a unos pocos pasos de los terrenos donde una vez se encontró el feo y salitroso panteón del Campo Florido, zona que empezaba a urbanizarse y a poblarse densamente.

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En un extremo de aquel rumbo, donde el pasado virreinal y los vaivenes de los tiempos liberales se superponían, había existido, en efecto, una cárcel. Enorme, edificada con las mejores intenciones, pero que, al cabo de medio siglo, había terminado como todas las prisiones mexicanas: oscura, inmunda, insalubre, toda una “escuela del crimen”.

El Centro Escolar Revolución se levantó donde estuvo, con todo y sus juzgados, la muy temible y despreciada Cárcel de Belem.

Símbolo sobre símbolo

A los revolucionarios de los años 30 del siglo pasado les interesaba mostrar que en verdad tenían sentido social. Por eso, y juzgando que la Penitenciaría de Lecumberri era más que suficiente para albergar a los delincuentes sentenciados de la ciudad de México, se dieron a la tarea de desaparecer Belem. No tenían muy claro que esa historia ya había ocurrido setenta años antes, cuando los gobiernos liberales de mediados del siglo XIX, deseosos de borrar del mapa de la ciudad a la cárcel de La Acordada, habían buscado el emplazamiento para una nueva prisión.

La Acordada, desde principios del siglo XIX ya tenía una pésima reputación. Era una vieja cárcel virreinal, en las afueras de la antigua ciudad, más allá de los límites de la Alameda. De ahí habían salido criminales y malvivientes que participaron en el célebre motín desatado por los partidarios de Vicente Guerrero cuando perdió las elecciones para presidente de México. Tan bárbaro había sido el comportamiento de los habitantes de la cárcel que se conoce cómo terminó aquello: el verdadero ganador arrojó la toalla y Guerrero asumió la presidencia.

La generación liberal de Valentín Gómez Farías, y luego la de Juárez, tenían las peores referencias de la Acordada. Varios de aquellos políticos habían ido a dar a una de aquellas celdas nauseabundas en tiempo de las persecuciones santaannistas. Los liberales que hicieron la Reforma le tenían especial rencor, porque, encerrado en La Acordada por espacio de medio año, el periodista y político Francisco Zarco, se contagió de algo brutal que a la larga lo mataría.

Por eso, no bien terminó la Guerra de Reforma, el gobierno liberal pensó en demoler La Acordada. Y eligió para construir una nueva cárcel, los terrenos del recogimiento para mujeres que en tiempos virreinales se había conocido como Belem de las Mochas. No era propiamente una cárcel. Un recogimiento era un sitio donde mujeres solas, sin oficio y sin familia que viera por ellas, podían resguardarse y eludir la deshonra y la miseria. Recuperando el nombre del rumbo, la nueva prisión fue conocida como la Cárcel de Belem.

El presidio fue inaugurado con las mejores esperanzas. Tendría un reglamento encaminado a regenerar a los reclusos, que contarían con algunos talleres para que aprendieran oficios. A la larga, como en realidad se encontraba en las orillas de la ciudad, se construyeron edificios que alojaron a los juzgados, para hacer los procesos más expeditos.

Pero las buenas intenciones fracasaron. Como en otras ocasiones ha documentado Historia en Vivo, la cárcel de Belem también se convirtió en un sitio decadente y sin soluciones para frenar la delincuencia o regenerar criminales. Cuando estalló la revolución maderista de 1910, Belem era tenida por caso perdido. Aun así, siguió funcionando, hermanada en sus tristes funciones con la nueva penitenciaría de Lecumberri.

En realidad, al demoler el presidio con todo y los juzgados donde se habían realizado algunos de los juicios más escandalosos de los años 20, los revolucionarios pusieron un nuevo símbolo sobre los que habían plantado los liberales en la centuria anterior. Donde hubo refugio virreinal se levantó una cárcel moderna según el ideario de la Reforma. Los revolucionarios desaparecieron el halo oscuro que el porfiriato había dejado crecer en Belem, y no se les ocurrió mejor cosa que levantar una escuela grandiosa, de líneas puras, a cargo del arquitecto Antonio Muñoz García. Tendría murales, claro que sí: los hizo el joven Raúl Anguiano. Tendría bibliotecas, y para solaz de quienes la emplearan, en vez de ventanales sobrios estaría engalanada con vitrales de colores brillantes, diseñados por Fermín Revueltas. Hoy día, quien pase de noche frente a la escuela, puede admirarlos, iluminados todavía.

Aunque la escuela se inauguró en 1934, los murales y los vitrales se añadieron después. La obra se completó, finalmente, en 1937, y tenía escaparates para que los alumnos montaran su pequeño “museo”. Todas esas instalaciones se mantienen, aunque la inmensa escuela se ha dividido y ahora tiene jardín de niños y dos primarias. En el acceso principal, el arquitecto Muñoz colocó un conjunto escultórico: una mujer con un libro abierto, rodeada de niños y niñas. La educación, según la cultura revolucionaria, era factor de progreso, como lo asegura todavía el lema esculpido al pie del conjunto: “Educar es redimir”.

La memoria escolar

Como uno nunca sabe para quién trabaja, en 2018 el gobierno federal emitió un decreto por el cual el Centro Escolar Revolución fue declarado monumento artístico. Los murales y vitrales permanecen, y la memoria oral escolar asegura que la escuela tiene su propio fantasma, el de una niña que cayó en una tinaja de yeso. La superposición de símbolos, a ratos, parece desvanecerse entre los paraderos emergentes de autobuses y el tráfico usual de la zona. Y no obstante, pocos rumbos de la ciudad de México tienen tal cantidad de historia y significados acumulados en unos cuantos cientos de metros cuadrados.